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¿Y ahora qué?

Es lo que tiene el ilusionismo greco-español, que, en verdad, tanto se parece al que el manso Mariano empleó a propósito de la suelta del Bolinaga, aquel ‘abuelito terminal’, argumentando que la culpa la tenía el poder judicial.

Arte y técnica de producir efectos ilusorios y aparentemente mágicos, mediante juegos de manos y otros trucos.

Ha llegado, pues, el momento que Pablemos, y todos, esperábamos: el del ilusionismo.

Ese que permite a la novia del lider replicar en la tele a un sorprendido y cínico Inda, cuando esté la reconviene por sus tejes y manejes con la familia en Rivas Vaciamadrid:

– Venga Eduardo Inda, que aburres hasta a la ovejas.

Y al ilusionismo no se le combate con cifras sino con ilusiones, con ideas y educación en las mismas: intereses generales y cultura propia a defender.

El ciudadano griego sabía, sabe, que Syriza le engañaba, engaña. Pero también sabe que la práctica totalidad de los partidos, en u otra medida, mienten. Igual que aquí.

Para ellos, para nosotros, los discursos, las promesas electorales, se han puesto al nivel del precio final de la gasolina: pura mentira.

Y, claro, ya puestos… ¿hay algo más lógico para el ciudadano de la calle que cambiar el sentido del voto para que, al menos, le mienta otro que, de paso, le insufle vientos ideológicos de esperanza, de libertad, de conciencia colectiva?

Hoy le escuchaba una respuesta de ese tipo a un ciudadano del montón que paseaba por la calle, a pregunta de un periodista televisivo:

– A los griegos les pasa lo mismo que a nosotros, que ya estamos hartos de que nos engañen siempre los mismos…: queremos probar con gente nueva, joven, ilusionante, que sepa encararse ante el capital y sus intereses corporativos, que sí son defendidos por la Merkel y Bruselas.

Y si no resulta, esperemos que para entonces los de siempre, esa maldita casta, se haya espabilado, en nuestro beneficio y en el propio, para poder sobrevivir….

A eso está jugando Pablemos. Mientras la burrez gobernante se pasa el día en la economía, sin salir del parquet de la Bolsa.

Me sorprende que a tantos les sorprenda el nacionalismo de unos votantes que observan cómo, con el tiempo, su ingreso en la burocracia sin alma llamada UE no trae más que miseria e invasión de mano de obra barata y asentada en culturas ajenas a la nuestra y sin voluntad alguna de integración.

Está ocurriendo en España, Francia, Inglaterra, Grecia, Alemania, y va a más.

La UE sigue siendo un mero mercado de intereses económicos, desde su orígenes, cuando, 5 años después de la derrota de nazismo, Schuman lanzó un llamamiento a Alemania Occidental y a los países europeos que lo deseasen para que sometieran bajo una única autoridad común el manejo de sus respectivas producciones de acero y carbón.

No tiene alma, ni proyecto político, ni conciencia colectiva, ni cuerpo común educativo, ni política exterior, ni programa ante la inmigración, etc.: nada de nada. No es ninguna forma de Estado: nada.

¿Alguien, por ejemplo, le ha sabido explicar al ciudadano europeo qué pierde el Reino Unido por no compartir moneda y por qué siguen sin querer compartirla? Salga y pregunten al ciudadano de a pie.

Lo he repetido a menudo: los Estados -también los confederados- se justifican por la defensa de unos intereses generales mamados en la escuela y asumidos por la población como propios hasta el punto de que, en su defensa, el pueblo está dispuesto a jugarse la vida.

¿Qué queda hoy de eso?

Discusiones semanales en Bruselas en defensa de castas, bancos y de un consumismo que debe de seguir creciendo a toda costa, es decir a costa, de las ilusiones de antaño, aquellos intereses generales.

En el fondo, asistimos y asistiremos, nada menos que a un trascendental enfrentamiento entre los inetereses generales y los particulares y me da a mí que el ciudadano algo va a tener que decir.

O nos arrastrará el populismo.

Tampoco en esto, hay tercera vía que valga.

EQM

Gréxito

Arcadi Espada en El Mundo, 270115.

¿QUÉ es Syriza y por qué ha ganado? Nacionalistas y por nacionalistas. ¿Qué son estos Griegos Independientes que han pactado con Syriza y por qué han pactado? Nacionalistas y por nacionalistas. Si el nacionalismo de izquierdas y el nacionalismo de derechas han pactado, será por lo sustantivo. Es decir: el pacto explica qué es lo sustantivo. No sé qué habrá pasado en Grecia, pero en España el pacto ha dejado momentáneamente sin habla a nuestros izquierdistas.
No hay cuidado, porque se recuperan rápido, pero hay motivo para el estupefacto silencio. La indomable izquierda griega, modelo y afán de tantos indómitos, ha pactado con un partido teocrático, antisemita y homófobo. Si el pacto ha sido posible es porque los dos partidos comparten estrategia. Y la estrategia es la tópica del nacionalismo. Lejos de enfrentar a todos y cada uno de los griegos con su inmediato pasado, con su despilfarro, su desidia y sus ensoñaciones; lejos de enfrentar, incluso, a los griegos entre sí, como corresponde, al fin y al cabo, a los que patrocinan la lucha de clases, optaron por la fabricación del enemigo exterior: Europa, es decir, Alemania.

Para comprender lo que pasó en Grecia antes de la ruina conviene leer el capítulo de Boomerang que Michael Lewis tituló: E inventaron las mates. Y es que, simplemente, los griegos dejaron de contar. Los españoles saben perfectamente de qué va la experiencia. Y encima no descubrieron las mates. La afirmación exultante del líder de Syriza poco después de ganar las elecciones, ese «¡La austeridad se ha acabado!», es ejemplo brillante de la falsificación nacionalista.

También en Cataluña culpabilizan al que acaba pagando las nóminas de los funcionarios autonómicos. «La austeridad se ha acabado», frase y conjuro, habrá que ponerlos en contacto con los cálculos del ministro De Guindos, según los cuales Grecia necesita de Europa 10.000 millones antes de agosto. Que el deudor diga que la austeridad se ha acabado es un contrasentido lógico que solo puede soslayarse con apelaciones al orgullo herido y a la henchida voluntad de no seguir siendo lacayos… del prestamista.

Por lo demás, la doble estafa griega (Syriza ha estafado a los ciudadanos antes y después) prueba la visionaria lucidez del líder de Podéis. Solo hay que ver a Tsipras y Kammenos, escondiendo arteramente la bolita de la patria, para concluir que el debate entre izquierda y derecha es, en efecto, un sucio juego de trileros.

Gallego y Rey en El Mundo, 270115.

Con ingenuidad hacia el infierno

Convencer a un pueblo de que todos sus males son culpa de otros, no es solo imponer lo que siempre es una mentira.

Hermann Tertsch en ABC, 270115.

Hace poco me contaba un amigo, profesor universitario, que había comprobado con espanto que nadie en su clase –entre estudiantes de historia–, nadie sabía lo que era el Monte Gólgota. Hace unos días un viejo compañero me narró una anécdota quizás más tremenda. En su redacción y por una apuesta, había preguntado por separado a seis jóvenes periodistas, todos licenciados, que le explicaran qué era la URSS. Solo uno de seis lo sabía. Le creo. Este desplome abismal de la cultura general es terrorífico en España, donde «las generaciones más preparadas de la historia» están repletas de analfabetos funcionales. Crecen estos en inmensas camadas adanistas convencidas de que nada hubo en el mundo antes de ellas que merezca la pena recordar.

Pero esa tragedia cultural no es exclusiva nuestra. En todo Occidente contamos ya con varias generaciones educadas tras lo que se ha revelado como el terrible incendio en nuestra civilización: el llamado sesentaiochismo. Que quemó el andamiaje cultural de siglos para imponer en Occidente quincallería sentimental improvisada, grotescos dogmas de conducta y lenguaje y rebaja permanente en los niveles de forma y fondo a imponer en su implacable frenesí igualador. España llegó tarde y mal a la catástrofe, pero se esmeró en aplicar con brutal consecuencia e insistencia todos los peores efectos de aquella supuesta revolución liberadora convertida en plaga de mediocridad, nueva superstición y transgresión gratuita. Con el triunfo de la charlatanería y la corrección política como arma del comisariado, se extendió la hegemonía cultural de la izquierda que ya ha hecho enfermar a la sociedad entera.

El problema está menos en que no sea consciente nuestra sociedad de que es ya un malogrado producto de una desdichada y confusa involución de valores. Que ha desarmado a una sociedad con cada vez menos capacidad de autocrítica, cada vez más infantil y sentimental, cada vez más victimista, miedosa, ignorante y agresiva. Y cada vez, por tanto, con menos capacidad de regeneración y autodefensa. El problema está en que ya ni las supuestas elites tienen las referencias históricas y morales necesarias para generar liderazgos y movilizar conciencias ante el peligro. Por lo que cada vez triunfan con mayor facilidad quienes menos escrúpulos tienen a la hora de utilizar los más bajos recursos. Que son la mentira y la adulación. Convencer a un pueblo de que todos sus males son culpa de otros, no es solo imponer lo que siempre es una mentira. Es además seducirlo a una deriva irresponsable. Que en el mejor de los casos hace un gravísimo daño al pueblo afectado. En el peor lo extiende por su entorno. A veces hasta hacerlo un infierno.

Cuando se cumplen 70 años de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, en Grecia los nazis consiguen diecisiete escaños. Y los otros enemigos del orden democrático y de libertades europeo, los comunistas y ultraizquierdistas, superan ampliamente la mitad de la cámara. Todos los extremistas juntos suman cerca de dos tercios del parlamento. En otros países también crecen con rapidez organizaciones totalitarias que reivindican herencias de dictaduras pasadas y lazos con otras actuales. Auschwitz fue la quiebra absoluta de la civilización. La memoria y la conciencia de la realidad del infierno concebido, organizado y dirigido por alemanes, por europeos –la terrible certeza de que el ser humano más civilizado es capaz de lo que allí hizo–, han sido cimientos de nuestras democracias y código moral y de honor civil y político desde entonces. Y también barreras infranqueables para las conductas democráticas. Hasta que ahora, quienes nada saben del pasado porque ha dejado de importar y de enseñarse, ya abren de nuevo, en su ingenuidad, sendas por terrenos envenenados que llevan al infierno.

Syriza: hazlo todo y hazlo ya

Juan Ramón Rallo en Libre Mercado, 270115.

Grecia ya no es rehén ni de los mercados, ni de la Troika, ni de su casta partitocrática ni de su oligarquía empresarial. Tampoco hay necesidad de que lo siga siendo del euro o de su deuda cienmilmillonaria. Con el poder absoluto en manos de Syriza, Grecia recupera su soberanía. Ya no hay excusas: el programa de la izquierda de casta, del socialismo pata negra, puede aplicarse sin templar gaitas en el primero de esos países rescatados por Bruselas que jamás debieron ser rescatados de su propia irresponsabilidad.

Toca, según se ha prometido, multiplicar el gasto público para enterrar cualquier atisbo de austeridad presupuestaria, crear 200.000 empleos estatales, relanzar la obra pública para estimular olímpicamente la actividad, subir los impuestos estableciendo un tipo marginal máximo del 75% sobre la renta, nacionalizar “sectores estratégicos” como la banca y, sobre todo, decretar una nueva quita del 50% sobre la deuda pública.

Ciertamente, lo lamentaré por los ciudadanos griegos, tanto por aquellos que votaron a Syriza seducidos por las falacias del populismo como, sobre todo, por aquellos que no lo hicieron, conocedores del desastre que supondría aplicar semejante programa. Pero, por desgracia, cuando la mayor parte de los ciudadanos de un país ha interiorizado valores e ideas absolutamente disfuncionales para la convivencia cívica y para el progreso compartido, el desastre deviene inexorable de un modo u otro: mientras el arribismo y el revanchismo prevalezcan sobre el respeto mutuo, la armonía social permanecerá quebrada.

Llegados a este punto, sólo cabe esperar que Syriza cumpla la totalidad de su programa lo antes posible. Que lo cumpla, además, sin interferencias externas de ningún género: ni para penalizarles ni para privilegiarles; es decir, ni bloqueos comerciales ni tampoco inyecciones de liquidez por parte del BCE que contravengan sus propios estatutos. Reglas iguales para todos y que cada cual, dentro de esas reglas, actúe como mejor considere, asumiendo responsablemente las consecuencias de sus actos.

En ocasiones resulta imprescindible que unos pocos se equivoquen para que todos los demás no lo hagan. De los visibles errores ajenos puede aprenderse mucho más que de los ignotos aciertos propios; por eso, por ejemplo, las quiebras empresariales son tan importantes: porque ponen de manifiesto para todos el camino que no debe seguirse. Es verdad que, pese a la elocuencia de ciertos fracasos, no existen garantías de que el ser humano no opte por tropezar dos, tres o veinte veces en la misma piedra. Pero, desde luego, las probabilidades de no repetir en nuestras propias carnes los fiascos ajenos se maximizan cuando el fiasco ajeno deja de ser un simple hipotético y pasa a convertirse en una realidad palpable.

Por eso Syriza debería conciliar el mayor apoyo internacional posible para que ejecute con la mayor premura la totalidad de su programa: sus votantes y simpatizantes deberían exigírselo por elemental coherencia; el resto de europeos no simpatizantes, por simple supervivencia. Es hora de pasar de las palabras a los hechos y de los hechos a la responsabilidad.

Luis Parejo em 270115Ilustración de Luis Parejo para el artículo.

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Lucha de utopías europeas

El autor sostiene que las políticas de austeridad de la UE han fragmentado su poder, propiciando el auge de los partidos populistas. En su opinión, Europa necesita volver a legitimar su proyecto común.

Francisco de Borja Lasheras en El Mundo, 270115.

Decía richard Titmus que «sin noción de viento y corrientes, las sociedades no se mantienen a flote durante largo tiempo, moral o económicamente, sacando el agua» de la balsa. Algo parecido sucede con esta Europa que hace aguas por todos los lados, como todo proyecto colectivo cuando se agotan o resquebrajan los consensos sobre su finalidad última. El paisaje de la cosa pública europea es verdaderamente desolador: generalización del discurso populista; brotes de antisemitismo e islamofobia, en plena tormenta post Charlie Hebdo; merma de derechos y libertades (primero a Los otros, luego a Nosotros) en aras de la seguridad; vuelta de las políticas identitarias, etc.

Europa ha sido progreso y civilización. Pero también suicida geopolítica de ballet imperial de Viena, clasicidio de gulags y genocidio de Treblinkas y Srebrenicas. Si vuelven fantasmas del pasado es porque no se fueron del todo. Están ahí, esperando a otro agitador de cervecería que saque partido de la angustia económica, la inseguridad frente al futuro y la debilidad de una clase política transicional, a demasiadas veces parte del problema y que lucha por contener los tsunamis que marcan estos cambios de etapa. A esto hay que añadir la moderna frivolidad selfie, que, a golpe de red social, a menudo globaliza lo absurdo y banaliza lo humano. Da lo mismo autoretratarse en los funerales de Estado de una figura épica como Mandela; encima del cadáver torturado, cubierto con cubitos de hielo, de un preso iraquí o posar como Hitler en Facebook, como hizo Lutz Bachman, el personaje que hasta la fotito lideraba el movimiento Pegida en Alemania.

La Europa post moderna intentó pasar página de la Historia, con sus luchas de clases, credos e ideologías, y adoptó un guión de final de película en base a identidades cosmopolitas, democracia, derechos para (casi) todos y economía social de mercado. Este guión estaba fundamentado en grandes acuerdos entre fuerzas políticas de izquierda y derecha, antaño enfrentadas. Dicha visión, sobre las aún humeantes cenizas de Berlín o Varsovia, intentó superar las soberanías de Westfalia (ávidas de guerras por orgullo nacional) en pos de la «unión cada vez más estrecha de los pueblos de Europa» y extender ese modelo de Europa no sólo en su entorno inmediato, sino también a escala internacional.

Hace años que esta visión utópica, no obstante sus logros, ha entrado en crisis, en lucha consigo misma y con nuevas realidades, dentro y fuera del continente, que la superan. El guión y sus recetas ya no funcionan como antes. Los propios estados miembros, reflejo del sentir de sus sociedades, se resisten a mayores cesiones de soberanía, salvo en situaciones de extrema necesidad, como ha sido el caso en la crisis del euro, y reconsideran o devalúan los acuerdos alcanzados cuando ya no aprieta tanto. La visión utópica de Europa conllevó una cierta idealización del proceso integrador, en el que los intereses nacionales y el equilibrio de poder (no sólo el alemán) han jugado siempre un papel central. Pero la crisis del sistema da aún mayor preponderancia a los intereses nacionales, sobre todo ante las dificultades de alcanzar compromisos entre casi 30 Estados, a menudo con culturas políticas diferentes e intereses enfrentados.

Asimismo, vuelven las ideologías populares, no sólo atractivas para el ciudadano medio, sino también, como es el caso de Alternative für Deutschland, para muchas élites. Esta lucha de modelos y de «Europas» rebasa las fronteras de la Unión y se entremezcla con geopolítica y Gran Estrategia. El maltrecho orden de seguridad en el continente se tambalea con la cruda lógica de la fuerza militar y de los «hombres verdes» en Crimea, al ritmo de una agenda que entrelaza el revisionismo histórico y orgullos heridos de Tratado de Versalles, con paneslavismo ortodoxo y una habilidad maestra en explotar las debilidades y dobles estándares occidentales. No hay nueva Guerra Fría, pero sí múltiples guerrillas frías, desde Ucrania, los Bálticos, el Mar Negro o los Balcanes, en una lucha de fondo entre proyectos y visiones, parecen irreconciliables, sobre reglas y principios básicos del espacio europeo y la naturaleza del modelo político. Este choque de visiones entre el Kremlin y la UE tiene eco en el debate doméstico europeo. Así, como muestran las votaciones sobre Ucrania y Rusia en el Parlamento europeo, el discurso del Kremlin genera apoyos entre eurófobos derechistas como Le Pen y Farage, y fuerzas como Izquierda Unida o Podemos, más allá de los habituales nostálgicos de una Unión Soviética que tuvieron la suerte de no vivir en propia carne.

En esta lucha de utopías, ideas y visiones sobre Europa, los extremos forman matrimonios de conveniencia y fagocitan las opciones moderadas. No debería por ello sorprender la alianza de gobierno en Grecia entre el victorioso Syriza y el partido de los Griegos Independientes, de perfil de derecha nacionalista, coincidentes con aquél en lo económico, pero no en otros aspectos como los derechos de los homosexuales. Habrá más.

Estos movimientos sobrevaloran la soberanía de los pueblos y su capacidad de influencia de los acontecimientos en el anárquico mundo globalizado en el que vivimos. Pero toman muy bien el pulso de los tiempos que corren, dominan magistralmente los instrumentos del siglo XXI para la movilización de masas, e inspiran, algo que hace tiempo que no logran los partidos mainstream europeos. Ponen de manifiesto las contradicciones de una Europa demasiado remota frente a miedos y cuestiones sociales inmediatas que catalizan grupos como Pegida. Una Europa que, enzarzándose en un choque de legitimidades que sólo puede perder, tira piedras contra su propio tejado al decir a quién tienen que votar los griegos y a quién no. Una Europa que, con el discurso de «no hay alternativa» a la austeridad y a las políticas de la Eurozona en general no logra sino catapultar alternativas (deseables o no, pero europeas también) en Grecia, Francia, Alemania o España. Una Europa que, negándose a menudo a abordar los problemas puestos sobre la mesa por populistas, deja que el debate político esté copado por las propuestas, visiones y percepciones de éstos, a menudo erróneas. El guión europeo habitual frente a los populismos y la crisis no funciona y, a menudo, es contraproducente. Los líderes europeos deberían tenerlo en mente, no tanto por Grecia, sino sobre todo por lo que pueda pasar en otros estados clave, como Francia, Reino Unido o la propia Alemania, de los que depende la misma viabilidad de la Unión.

Toda utopía está destinada, tarde o temprano, al fracaso, relativo o absoluto. Hoy, más que nunca, no caben soluciones simplistas, sino imperfectas, como el mundo incierto en el que vivimos. El poder está hoy demasiado fragmentado, el mundo demasiado interdependiente y los desafíos demasiado grandes. A las ilusiones de hoy seguirán las decepciones de mañana, pues no todos los intereses son reconciliables. La paradoja es que Europa necesitaba una catarsis, pero hoy por hoy profundizamos en el choque de legitimidades y de democracias, pues no sólo se enfrentan «pueblos» o «ciudadanos» y «casta» o la demonizada Troika (el mensaje fácil), sino también demos europeos, como Alemania y Grecia.

En estas circunstancias, Europa necesita otra vez grandes consensos que refuercen la legitimidad del proyecto común y le den una nueva narrativa que vuelva a inspirar (y no sólo alienar). Acuerdos que impulsen la prosperidad y la competitividad de Europa, y que defiendan nuestro modelo de libertades en un mundo hostil e inseguro. Lo que se dice fácil, cierto: hay demasiados dilemas, demasiados intereses en medio y la política es lo que es. Pero lo que está claro es que de este brete no nos sacarán ni el discurso de siempre ni los demagogos de hoy, de izquierda o derecha.

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Francisco de Borja Lasheras es director adjunto de la oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR).

Twitter: @LasherasBorja

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Notas.-

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