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Hemicine

Ignacio Camacho en ABC, 070217.

La premiosa gala de los Goya refleja la autopercepción del cine español, imbuido de victimismo ideologizado y narcisista

MEDIOCRE, premiosa, autocomplaciente, aburrida. Como espectáculo, la gala de los Goya está muy por debajo de la calidad media del cine español, por fortuna más rico en creatividad, recursos e inventiva; pero en cuanto seña de identidad corporativa refleja con mucha propiedad la percepción que de sí mismos tienen los profesionales de nuestra cinematografía. La de una castita endogámica, cerrada, henchida de inmotivada fatuidad y entregada a un narcisismo desprovisto de autocrítica.

No es talento lo que falta. Esa carencia existió algunos años atrás, en una etapa de triste vulgaridad garbancera, pero ahora hay prestigiosos directores, actores excelentes, competentes técnicos y solventes guionistas. El problema, la raíz de su desanclaje con buena parte del público, es el de un acusado sectarismo que le impide sintonizar con todos aquellos espectadores que no comparten su predominante ideología.

El español es en su mayoría un cine militante, de vocación partisana, que margina, aleja o desprecia a millones de ciudadanos al tratarlos con una incomprensible y displicente falta de empatía. No sólo en el patente sesgo de los valores políticos, morales o intelectuales de las películas, sino en la arrogante parcialidad de un colectivo imbuido de desdeñoso sentimiento de superioridad progresista.

España tiene un cine hemipléjico, desacompasado en sus unívocos planteamientos ideológicos de una realidad social mucho más compleja, heterogénea y plural. No resulta en absoluto casual que las películas más taquilleras, las de los Bayona, Monzón o Alberto Rodríguez, y las series televisivas de mayor éxito respondan a planteamientos universales y abiertos, fáciles de compartir por amplios sectores de la sociedad sin ver agredidos sus convicciones ni sus principios.

No se trata de hacer constructiva pedagogía moral –con buenas costumbres no sale buena literatura, decía Andrè Gide– sino de integrar al público a través de sus propios intereses en vez de imponerle narrativas de pensamiento único. Cada realizador o cada guionista tiene derecho a no ser neutral y a plantear su visión del mundo, pero el conjunto de la producción española destila una parcialidad excluyente que anula de hecho la libertad de elección del consumidor y lo empuja hacia producciones extranjeras de menor carga doctrinaria. O simplemente más respetuosas con la diversidad contemporánea.

Más allá de su escaso ingenio y de su ritmo tedioso y torpón, la fiesta de los Goya ejemplifica ese sentido mesiánico que irrita a una considerable porción de la opinión pública. Ese aire victimista y pretencioso de un grupo autosatisfecho que reivindica desde un sedicente vanguardismo intelectual excepciones y privilegios fuera del alcance de cualquier otra industria. Esa persistente matraca que siempre trata de colar la tramposa confusión entre ideología y cultura.

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Notas.-

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