RENACIENDO SOBRE EL MAR

[relato de Enrique Masip Segarra]

Todo aconteció en tiempos perversos donde las verdades se escondían como vergüenzas y las mentiras eran publicadas en todos los medios comprados. Era y sigue siendo lo contrario del mundo libre, donde calcificar “el asiento del alma” (glándula pineal), la responsable de los sueños lúcidos, se continúa manteniendo como una actividad prioritaria más para alcanzar los oscuros fines.

Como al principio avancé, mientras se sucedían los pasos del perverso absolutismo  y como contraposición al proyecto distópico, un hombre y una mujer implantaron su amor tardío, el que deja un poso de incontable ternura y veracidad, gracias a la práctica y al crecimiento interior de  los muchos años vividos. Esa primavera la fémina era el brote de mayor florescencia, el que guardaba entre sus hojas  una esencia que al varón le hizo sentir reverdecer, hasta colmarse de clorofila.

Se conocieron en un puerto deportivo del Mediterráneo, pisando la pasarela flotante del embarcadero y, al cruzarse, la estabilidad del pantalán se vio alterada por las revoltosas ondulaciones producidas por una embarcación con prisas. Los dos tuvieron que rehacer sus respectivos equilibrios. Aquello fue un aviso, un barruntar el futuro. Y soñaron que se aferraban el uno al otro para  no caerse, repletos de esperanza para bailar la danza de la mar viva.

Tiempo después, desde las popas de sus respectivos cruceros de vela, descubrieron que en el horizonte siempre se hallaban presentes sus siluetas. Ella recordando que la vida intenta achicarte con urgencia, por eso hay que entorpecerla reponiéndose contra ello, y él con su petate de recuerdos a cuestas repleto de sentimientos vividos, empeñado en seguir soñando.  Los dos conocían la rápida marcha de los momentos perdidos y el poder de la resiliencia.

-1-

Todo el presagio se guisó lentamente, pero con seguridad, como en las cocinillas de cardan de los veleros. La relación pasó de unas miradas disipadas  y un saludo amable, a diálogos a la búsqueda de la confirmación de lo intuido. Y la amistad surgió natural, nacida de sendas insuficiencias que se sumaron a otros elementos psicológicos enlazados, para crear la sincronización integral.

Ese momento coincidió con un día de recio viento. La mujer le invitó a salir a navegar en su barco. La eslora del mismo era superior y la ayuda de él se convirtió en esencial. En esa singladura descubrió que navegar con el hombre que anhelaba, valiéndose de  un duro gregal, era más seguro y placentero; y pronto se convirtió en un hecho necesario y natural.

Al principio todas las relaciones son parecidas a las derrotas  de un barco, una cosa es el rumbo trazado en la carta y otra muy distinta el trayecto real. Normalmente si se sale de un punto para ir a otro y se consigue, ya es un éxito. Las corrientes, vientos y errores de todo tipo, siempre obstaculizan, pero hacen más atrayente si cabe la aventura.

El tiempo fue bruñendo la reciprocidad de la pareja y, en una ocasión en la que el sol bañaba sus cuerpos sentados sobre el mismo tambucho de popa, encararon los pies hasta juntar las plantas afinadamente. A continuación, de manera fortuita, lograron entrelazar sus pequeños dedos, de ahí que afloraran las sonrisas junto a las necesidades que, por fin, abrieron la puerta invisible.

Y todo fue viable, incluso revertir la excesiva madurez para convertir en hacedera una fogosidad necesaria, un flash que alumbrara las noches mecidas por las olas. Sobraba experiencia y ganas, todo un bagaje que incrementó el afecto, el cariño, la ternura; en una palabra, el amor.

Como la humanidad se vale de diversas vías para el crecimiento frecuencial de la pareja, se fueron al encuentro y cultivo del arte y el conocimiento: Conferencias, museos, teatros, exposiciones, conciertos… Ella, elegante, interesada por todo, siempre divertida y él justo en su timidez, alegre y gozoso, dispuesto a vivir con avidez. Una pareja experimentada luciendo su pasión. Dos almas abiertas que mejoraron descubriendo su mutua admiración.

-2-

El paso del tiempo confirmó la acertada relación en todos los entornos urbanitas, por lo que volvieron de nuevo a los planes que tenían que ver con su crucial complemento, la naturaleza más húmeda: el mar. Y decidieron volver a izar el velamen entero y cobrarlo hasta la línea de crujía para sentir, escorados, la emoción de los vientos frescos repletos de espiritualidad.

En una ocasión, al alba, y navegando al través, avistaron una pareja de delfines que se adueñó de la proa  cruzándose alternativamente con llamativa sincronización. Era un placer verlos remontar las pequeñas olas, y dejaron el timón al buen hacer del piloto automático de viento, con el objetivo de irse al balcón y sentarse a cada costado colgando los pies hasta casi tocarlos,  para recrearse en el espectáculo.

Aún se veía la última estrella, la más brillante, la de la mañana, la que anuncia el nuevo día. En un instante y después de mirarse a los ojos, tuvieron una coincidencia mágica. Se levantaron al unísono y corrieron hacia el camarote, regresando de inmediato con unas alianzas de fortuna en la mano, para volverse a sentar en el mismo lugar.

El mar había crecido y mientras admiraban la estrella, cada uno le puso el anillo al otro en  su dedo anular diciendo al unísono: “Te tomo como mi esposa/so y con este símbolo prometo amarte y cuidarte todos los días de mi vida”.

Bajaron la vista y, dirigiéndose a los perseverantes saltarines que seguían inmutables con su juego, les dijeron: “Vosotros sois nuestros testigos, que Dios os proteja”. Entre tanto, los delfines, como si conocieran el valor intrínseco de los hechos, dieron un coletazo al mar, rociando a la pareja de enamorados, a modo de un hisopo natural con agua bendita, y se alejaron de los costados del velero dando dos saltos en su honor dispersándose hasta en el  imperecedero horizonte acuoso.

Seguidamente, el tierno apego logró que se recrearan en un perpetuo beso, afirmándose sobre el “stay” de  Génova, mientras la proa rompía la espuma de las olas que vaticinaban una singladura emocionante.

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enriquemasipsegarra.wordpress.com
enmasecs@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RENACIENDO SOBRE EL MAR

Todo aconteció en tiempos perversos donde las verdades se escondían como vergüenzas y las mentiras eran publicadas en todos los medios comprados. Era y sigue siendo lo contrario del mundo libre, donde calcificar “el asiento del alma” (glándula pineal), la responsable de los sueños lúcidos, se continúa manteniendo como una actividad prioritaria más para alcanzar los oscuros fines.

Como al principio avancé, mientras se sucedían los pasos del perverso absolutismo  y como contraposición al proyecto distópico, un hombre y una mujer implantaron su amor tardío, el que deja un poso de incontable ternura y veracidad, gracias a la práctica y al crecimiento interior de  los muchos años vividos. Esa primavera la fémina era el brote de mayor florescencia, el que guardaba entre sus hojas  una esencia que al varón le hizo sentir reverdecer, hasta colmarse de clorofila.

Se conocieron en un puerto deportivo del Mediterráneo, pisando la pasarela flotante del embarcadero y, al cruzarse, la estabilidad del pantalán se vio alterada por las revoltosas ondulaciones producidas por una embarcación con prisas. Los dos tuvieron que rehacer sus respectivos equilibrios. Aquello fue un aviso, un barruntar el futuro. Y soñaron que se aferraban el uno al otro para  no caerse, repletos de esperanza para bailar la danza de la mar viva.

Tiempo después, desde las popas de sus respectivos cruceros de vela, descubrieron que en el horizonte siempre se hallaban presentes sus siluetas. Ella recordando que la vida intenta achicarte con urgencia, por eso hay que entorpecerla reponiéndose contra ello, y él con su petate de recuerdos a cuestas repleto de sentimientos vividos, empeñado en seguir soñando.  Los dos conocían la rápida marcha de los momentos perdidos y el poder de la resiliencia.

 

 

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Todo el presagio se guisó lentamente, pero con seguridad, como en las cocinillas de cardan de los veleros. La relación pasó de unas miradas disipadas  y un saludo amable, a diálogos a la búsqueda de la confirmación de lo intuido. Y la amistad surgió natural, nacida de sendas insuficiencias que se sumaron a otros elementos psicológicos enlazados, para crear la sincronización integral.

Ese momento coincidió con un día de recio viento. La mujer le invitó a salir a navegar en su barco. La eslora del mismo era superior y la ayuda de él se convirtió en esencial. En esa singladura descubrió que navegar con el hombre que anhelaba, valiéndose de  un duro gregal, era más seguro y placentero; y pronto se convirtió en un hecho necesario y natural.

Al principio todas las relaciones son parecidas a las derrotas  de un barco, una cosa es el rumbo trazado en la carta y otra muy distinta el trayecto real. Normalmente si se sale de un punto para ir a otro y se consigue, ya es un éxito. Las corrientes, vientos y errores de todo tipo, siempre obstaculizan, pero hacen más atrayente si cabe la aventura.

El tiempo fue bruñendo la reciprocidad de la pareja y, en una ocasión en la que el sol bañaba sus cuerpos sentados sobre el mismo tambucho de popa, encararon los pies hasta juntar las plantas afinadamente. A continuación, de manera fortuita, lograron entrelazar sus pequeños dedos, de ahí que afloraran las sonrisas junto a las necesidades que, por fin, abrieron la puerta invisible.

Y todo fue viable, incluso revertir la excesiva madurez para convertir en hacedera una fogosidad necesaria, un flash que alumbrara las noches mecidas por las olas. Sobraba experiencia y ganas, todo un bagaje que incrementó el afecto, el cariño, la ternura; en una palabra, el amor.

Como la humanidad se vale de diversas vías para el crecimiento frecuencial de la pareja, se fueron al encuentro y cultivo del arte y el conocimiento: Conferencias, museos, teatros, exposiciones, conciertos… Ella, elegante, interesada por todo, siempre divertida y él justo en su timidez, alegre y gozoso, dispuesto a vivir con avidez. Una pareja experimentada luciendo su pasión. Dos almas abiertas que mejoraron descubriendo su mutua admiración.

-2-

El paso del tiempo confirmó la acertada relación en todos los entornos urbanitas, por lo que volvieron de nuevo a los planes que tenían que ver con su crucial complemento, la naturaleza más húmeda: el mar. Y decidieron volver a izar el velamen entero y cobrarlo hasta la línea de crujía para sentir, escorados, la emoción de los vientos frescos repletos de espiritualidad.

En una ocasión, al alba, y navegando al través, avistaron una pareja de delfines que se adueñó de la proa  cruzándose alternativamente con llamativa sincronización. Era un placer verlos remontar las pequeñas olas, y dejaron el timón al buen hacer del piloto automático de viento, con el objetivo de irse al balcón y sentarse a cada costado colgando los pies hasta casi tocarlos,  para recrearse en el espectáculo.

Aún se veía la última estrella, la más brillante, la de la mañana, la que anuncia el nuevo día. En un instante y después de mirarse a los ojos, tuvieron una coincidencia mágica. Se levantaron al unísono y corrieron hacia el camarote, regresando de inmediato con unas alianzas de fortuna en la mano, para volverse a sentar en el mismo lugar.

El mar había crecido y mientras admiraban la estrella, cada uno le puso el anillo al otro en  su dedo anular diciendo al unísono: “Te tomo como mi esposa/so y con este símbolo prometo amarte y cuidarte todos los días de mi vida”.

Bajaron la vista y, dirigiéndose a los perseverantes saltarines que seguían inmutables con su juego, les dijeron: “Vosotros sois nuestros testigos, que Dios os proteja”. Entre tanto, los delfines, como si conocieran el valor intrínseco de los hechos, dieron un coletazo al mar, rociando a la pareja de enamorados, a modo de un hisopo natural con agua bendita, y se alejaron de los costados del velero dando dos saltos en su honor dispersándose hasta en el  imperecedero horizonte acuoso.

Seguidamente, el tierno apego logró que se recrearan en un perpetuo beso, afirmándose sobre el “stay” de  Génova, mientras la proa rompía la espuma de las olas que vaticinaban una singladura emocionante.

 

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Todo aconteció en tiempos perversos donde las verdades se escondían como vergüenzas y las mentiras eran publicadas en todos los medios comprados. Era y sigue siendo lo contrario del mundo libre, donde calcificar “el asiento del alma” (glándula pineal), la responsable de los sueños lúcidos, se continúa manteniendo como una actividad prioritaria más para alcanzar los oscuros fines.

Como al principio avancé, mientras se sucedían los pasos del perverso absolutismo  y como contraposición al proyecto distópico, un hombre y una mujer implantaron su amor tardío, el que deja un poso de incontable ternura y veracidad, gracias a la práctica y al crecimiento interior de  los muchos años vividos. Esa primavera la fémina era el brote de mayor florescencia, el que guardaba entre sus hojas  una esencia que al varón le hizo sentir reverdecer, hasta colmarse de clorofila.

Se conocieron en un puerto deportivo del Mediterráneo, pisando la pasarela flotante del embarcadero y, al cruzarse, la estabilidad del pantalán se vio alterada por las revoltosas ondulaciones producidas por una embarcación con prisas. Los dos tuvieron que rehacer sus respectivos equilibrios. Aquello fue un aviso, un barruntar el futuro. Y soñaron que se aferraban el uno al otro para  no caerse, repletos de esperanza para bailar la danza de la mar viva.

Tiempo después, desde las popas de sus respectivos cruceros de vela, descubrieron que en el horizonte siempre se hallaban presentes sus siluetas. Ella recordando que la vida intenta achicarte con urgencia, por eso hay que entorpecerla reponiéndose contra ello, y él con su petate de recuerdos a cuestas repleto de sentimientos vividos, empeñado en seguir soñando.  Los dos conocían la rápida marcha de los momentos perdidos y el poder de la resiliencia.

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Todo el presagio se guisó lentamente, pero con seguridad, como en las cocinillas de cardan de los veleros. La relación pasó de unas miradas disipadas  y un saludo amable, a diálogos a la búsqueda de la confirmación de lo intuido. Y la amistad surgió natural, nacida de sendas insuficiencias que se sumaron a otros elementos psicológicos enlazados, para crear la sincronización integral.

Ese momento coincidió con un día de recio viento. La mujer le invitó a salir a navegar en su barco. La eslora del mismo era superior y la ayuda de él se convirtió en esencial. En esa singladura descubrió que navegar con el hombre que anhelaba, valiéndose de  un duro gregal, era más seguro y placentero; y pronto se convirtió en un hecho necesario y natural.

Al principio todas las relaciones son parecidas a las derrotas  de un barco, una cosa es el rumbo trazado en la carta y otra muy distinta el trayecto real. Normalmente si se sale de un punto para ir a otro y se consigue, ya es un éxito. Las corrientes, vientos y errores de todo tipo, siempre obstaculizan, pero hacen más atrayente si cabe la aventura.

El tiempo fue bruñendo la reciprocidad de la pareja y, en una ocasión en la que el sol bañaba sus cuerpos sentados sobre el mismo tambucho de popa, encararon los pies hasta juntar las plantas afinadamente. A continuación, de manera fortuita, lograron entrelazar sus pequeños dedos, de ahí que afloraran las sonrisas junto a las necesidades que, por fin, abrieron la puerta invisible.

Y todo fue viable, incluso revertir la excesiva madurez para convertir en hacedera una fogosidad necesaria, un flash que alumbrara las noches mecidas por las olas. Sobraba experiencia y ganas, todo un bagaje que incrementó el afecto, el cariño, la ternura; en una palabra, el amor.

Como la humanidad se vale de diversas vías para el crecimiento frecuencial de la pareja, se fueron al encuentro y cultivo del arte y el conocimiento: Conferencias, museos, teatros, exposiciones, conciertos… Ella, elegante, interesada por todo, siempre divertida y él justo en su timidez, alegre y gozoso, dispuesto a vivir con avidez. Una pareja experimentada luciendo su pasión. Dos almas abiertas que mejoraron descubriendo su mutua admiración.

-2-

El paso del tiempo confirmó la acertada relación en todos los entornos urbanitas, por lo que volvieron de nuevo a los planes que tenían que ver con su crucial complemento, la naturaleza más húmeda: el mar. Y decidieron volver a izar el velamen entero y cobrarlo hasta la línea de crujía para sentir, escorados, la emoción de los vientos frescos repletos de espiritualidad.

En una ocasión, al alba, y navegando al través, avistaron una pareja de delfines que se adueñó de la proa  cruzándose alternativamente con llamativa sincronización. Era un placer verlos remontar las pequeñas olas, y dejaron el timón al buen hacer del piloto automático de viento, con el objetivo de irse al balcón y sentarse a cada costado colgando los pies hasta casi tocarlos,  para recrearse en el espectáculo.

Aún se veía la última estrella, la más brillante, la de la mañana, la que anuncia el nuevo día. En un instante y después de mirarse a los ojos, tuvieron una coincidencia mágica. Se levantaron al unísono y corrieron hacia el camarote, regresando de inmediato con unas alianzas de fortuna en la mano, para volverse a sentar en el mismo lugar.

El mar había crecido y mientras admiraban la estrella, cada uno le puso el anillo al otro en  su dedo anular diciendo al unísono: “Te tomo como mi esposa/so y con este símbolo prometo amarte y cuidarte todos los días de mi vida”.

Bajaron la vista y, dirigiéndose a los perseverantes saltarines que seguían inmutables con su juego, les dijeron: “Vosotros sois nuestros testigos, que Dios os proteja”. Entre tanto, los delfines, como si conocieran el valor intrínseco de los hechos, dieron un coletazo al mar, rociando a la pareja de enamorados, a modo de un hisopo natural con agua bendita, y se alejaron de los costados del velero dando dos saltos en su honor dispersándose hasta en el  imperecedero horizonte acuoso.

Seguidamente, el tierno apego logró que se recrearan en un perpetuo beso, afirmándose sobre el “stay” de  Génova, mientras la proa rompía la espuma de las olas que vaticinaban una singladura emocionante.