[Colaboración especial de ‘El Xiquet de Columbretes’]
Verdades encubiertas[relato].
Estoy en la playa sentado sobre una toalla LGTBI, de esas que imitan el arco iris. La arena aún se mantiene caliente mientras el sol se esconde por mi espalda, tengo tal paño porque me lo regalaron en un sorteo social y no disfruto de la amistad de ningún amigo que pudiera identificarse con él, de manera que lo uso en ocasiones muy puntuales y en las que no me dejo ver mucho. Mi edad es ya avanzada, conlleva infinidad de teclas negras y alguna blanca que me hace vivir aún con intensidad moderada. Estoy pensativo, metido de lleno en lo que acontece en España y en occidente en general.
Por un momento vienen a mi memoria imágenes en las que con 11 años y los bolsillos llenos de higos, corro huerta a través huyendo del dueño y esquivando como puedo tiros de sal que buscan atormentar mi cuerpo con acierto. Pues bien, miro el cielo y tengo esa misma impresión, aunque lo de huir se me hace inverosímil.
En la actualidad, y sin haber vulnerado ninguna ley, la sal se ha transformado en mixtura de nanoelementos diversos cuya función es fumigarnos por el mero hecho de ser humanos, para enfermarnos o eliminarnos a corto plazo y, de paso, arrasar cosechas y realizar un cambio climático inducido. No brotan de escopetas, lo hacen desde aviones imitando un chorro de vapor de agua, aunque éstos no desaparecen a los pocos minutos sino que prevalecen horas y horas en el cielo formando nubes alargadas que intoxican todo lo que tocan.
Cierro los ojos y me dejo acariciar el rostro por una brisa húmeda mientras olvido cualquier persecución angustiosa. Necesito más que nunca el contacto con la naturaleza para, a través de ella, entrar en mi hornacina particular, donde guardo la esencia que me colma de conformidad interior.
(1)
Mientras decido caminar sobre el agua salada dejando que las olas rompan sobre mis muslos, noto ese golpeteo suave y purificador que, como una ósmosis gigantesca extrae las toxinas y purifica mi organismo, limpieza diaria más necesaria que nunca.
Llevo un largo trecho recorrido y entretanto admiro el infinito de la perspectiva, donde las distancias lo higienizan todo. No soy capaz de girar la vista en dirección opuesta, por donde se está despidiendo el sol, pues allí están los paseos de palmeras repletos de viandantes, con sus farolas pertrechadas de potenciadores de radiación electromagnética, y las torres solitarias que emiten audaces frecuencias y pulsos. No deseo aproximarme a ellas, me producen desasosiego.
Todos los males parecen venir del cielo, quien lo diría, en mi juventud sucedía al contrario, todo lo bueno llegaba de él. Incluso se rezaba mirando hacia arriba. A veces, con el tiempo, todo cambia, hasta los derechos humanos, que ahora parecen engrosar la lista y, ya se sabe, cuanto más abundantes, menos significativos.
La tarde avanza y decido regresar a casa. No está lejos, pero las ganas se reducen cuando sufres viendo tantas familias por las calles sin la intuición necesaria para saber nada del enemigo al que se están enfrentando.
Sin embargo yo he perdido el candor después del fracaso e ignominia de las farmacéuticas y su oculta “circuitería grafenada”. Ni si quiera los médicos me cautivan lo más mínimo, ya no son mis talismanes, ahora los quiero lejos, en la línea de un horizonte que me sea superfluo.
Cuando entro en casa y cierro la puerta, me adentro en mi cuarto de estar, pequeño, donde sólo caben el camastro, mis libros y un viejo ordenador que aún me sirve para contactar asiduamente con la llamada disidencia, los que no comulgamos con el proyecto de los políticos. Casi todos han evolucionado tan mal que ya no me conciernen. Es más, me hastían sus continuos fingimientos.
(2)
Con los pies arrastro el sillón de ruedas lo suficiente como para poder poner encima de la mesa las piernas cruzadas y recostarme cómodamente. Me siento a gusto en ese reducido espacio donde sus paredes, techo y suelo están impregnados de una pintura a base de grafito e interconectados con una derivación a tierra para evitar cualquier corriente electroestática. La ventana y la puerta también están cubiertas por una tela de hilos de cobre y plata. Estoy en una perfecta caja de Faraday, protegido de cualquier demonio que ose decidir entrar sin mi permiso. Me siento tan reconfortado que hasta he decidido dormir allí con mi toma de tierra anudada al tobillo izquierdo, rodeado de piedras de shungit y orgonitas de todo tipo.
Sigo progresando en la amistad con una joven de larga melena, de las que llegan más allá de la cintura. La conocí en el portal llorando y rechazando con mordiscos, puñetazos y patadas de furia a dos inmaduros inmigrantes, de esos que no respetan nuestra cultura. Pese a mi edad, pude zafarme de uno de ellos gracias a mis recuerdos de aikido, el otro abandonó para mi bien. La llevé medio desnuda en mis brazos, hasta mi piso, un primero sin ascensor. Mientras la ceñía no paré de decirle que ya estaba segura, que se desahogara, que renunciase a guardar el mínimo rencor; debía de expulsar toda la miseria junto a su poderoso llanto, que no depositara nada en el interior. Fue un acierto llegar en ese instante, pues no se consumó la violación.
La dejé sobre mi cama tapándola adecuadamente. Después, le preparé una infusión de manzanilla y valeriana para acrecentarle el sosiego. Prendí su mano delicadamente y no me despegué de ella. Nos mirábamos con esperanza mientras la hice renunciar al silencio escuchando los 528 Hz, es decir, el tono milagroso de Solfeggio que regenera el organismo, la frecuencia del amor. Estaba seguro que en muy poco tiempo armonizaría su cuerpo y alma alcanzando un sosiego piramidal.
(3)
Cuando se le desmayaron los párpados continué con ella, presente, y le hablé de la importancia del perdón como inicio de una nueva vida. Seguí, haciendo hincapié en el valor de la presencia de los seres alados, espíritus que siempre están en nuestras vidas para ayudarnos a superar cualquier trance que se presente. Son los hermanos mayores, los guardianes del universo. Los que están dispuestos a guiarnos para sacar el máximo provecho de nuestro libre albedrío.
En el momento en que sentí la laxitud, mi cuerpo se dejó caer lentamente sobre la alfombra, pegado al perímetro de la cama y finalicé susurrándole un cántico espiritual de exaltación a la vida hasta dormirme.
Al día siguiente, después de restablecerse, se fue de la casa agradeciéndome todo lo que había hecho y me prometió que vendría todas las semanas a verme. Mientras llenaba de besos mis mejillas, le entregué la llave de mi casa y la despedí, asomado al balcón soleado, desde el que se advertían las ramas agitadas de las melias. Una sonrisa recíproca selló nuestra amistad.
Como todos los días me dirijo al monte próximo a ejercer de paseante, a trabajar las piernas por los senderos estrechos y, desde lo alto de un peñasco que se muestra al mundo con orgullo pétreo, me quedo suspendido ante el paisaje. Estoy descalzo ambicionando enraizar mis flaquezas y captar todos los electrones necesarios para equilibrar mi dañada lucidez. Desde este lugar delibero sobre los sentimientos que me producen todos los hechos que alteran mi ego. Lo estoy pasando mal desde el inicio de esta revolución violenta, un reseteo económico que pretende quitárnoslo todo.
Maldito ecologismo de agenda. “No tendrás nada y serás feliz”, así reza su lema. Si tiene que ser así, ¿el que lo tenga todo será, pues, un desgraciado? Me temo que será al revés. Se está poniendo de moda el lenguaje contrario y me da miedo ver hacia dónde vamos. No me gustaría vivir en una sociedad esclavista.
(4)
Estoy regresando a mi casa y, una vez dentro, me siento con la idea de iniciar una cabezada corta, para ello conecto el aparato de música. Cierro los ojos y sueño que, sujetando con mis piernas un violonchelo, froto sus cuerdas con mi arco. Es sublime su nítido sonido, y los compases suaves y armoniosos van adueñándose de la habitación. Recepción y percepción total. Floto entre la ingravidez de las notas musicales que se esparcen por el espacio finito de la habitación, después de calar en mi cerebro. En mi visión trenzo el cuerpo con las cadencias. Es un gozo creativo que transforma mi ser apaciguándolo y dejándolo sumiso, tranquilo, apacible… Y me duermo.
Cuando me despierto considero que no debería haberme ausentado de la realidad, pues los malvados que nos acechan nunca duermen. Me ha avivado ella, la jovencita, mi nueva amiga que ha entrado con mi llave y, sentándose sobre la alfombra se ha reclinado sobre mis piernas, al tiempo que me ha asido las manos. Su arribada es un flas y su presencia una caja de luz, una iluminación continua que ha creado un cielo agradecido, una adhesión, una devoción. Y me siento satisfecho frotando mis párpados. Pasa el tiempo y la música nos envuelve a los dos que ya nos advertimos a través del contacto continuo. Hay conocimiento, ensoñación y expectación. Por un instante siento que ella brota del suelo como una madreselva, símbolo de felicidad y amistad, y se enreda sobre mi cuerpo ofreciéndome sus pequeños y delicados pétalos, que son mimos y besos tiernos que aportan matices florales con toques herbáceos de los prados de mamelón.
No me lo puedo creer. Es su voluntad, posiblemente surgida de la gratitud, y yo no debería consentirlo, pero es insostenible cualquier otra postura. Acepto estático, paralizado por esa delicadeza, mas gozando sin trabas. Todo yo soy nirvana.
Su teléfono rompe la magia que progresaba y, tras un corto “de acuerdo”, decide que debe marcharse, que su madre la necesita con urgencia, que vendrá mañana a verme de nuevo. Me solicita que la perdone y tras un beso de despedida, se marcha con premura.
(5)
Soy adicto a la soledad silenciosa, sólo en ella se crece en frecuencia y por eso la busco con ahínco. Y ahora que es impuesta la detesto con todas mis fuerzas. No hay peor maldad que alguien te asigne la soledad cuando menos la necesitas. Me tambaleo y decido salir de la contrariedad para incorporarme y mover el cuerpo apurado, desprenderme del mal tufillo que me ha dejado perderla.
Recorro el pasillo y pasando por el comedor salgo al balcón. Los cielos pútridos nos cubren sin reparos ni vergüenza. Docenas de estelas tramposas crean nubes alargadas formando cruzados mágicos que ningún meteorólogo sabría descifrar. Cuando estrujando el ceño entro de nuevo, descubro una zona de la pared descubierta, al lado del aparador. Me acerco incrédulo y sólo atisbo a ver una alcayata desnuda, sin el cuadro que retenía.
Por momentos me quedo cavilando, pero la realidad me asusta e inicio un temblor corporal. Es el fruto del miedo a haber perdido la única obra que conservo de quien fue un pintor ilustre de su tiempo y muy cotizado: Mi abuelo. Y lo doy por substraído, mejor dicho: robado. Era mi ahorro enmarcado, la seguridad de mi retiro. La agilidad mental que aún se empeña en mostrarse me lleva a la conclusión de que mi joven amiga, ya es mi enemiga, que ha habido una alteración. O tal vez ya era así antes. Que todo ha sido un artificio descocado para ganar mi confianza. Y me viene a la memoria su sigilosa llegada, la llamada de su “madre” y la marcha rápida de la escena. Se desprende claramente que mientras su amigo o amigos afanaban el cuadro, ella debía de encelarme con su mirada y carantoñas de niña.
Ha sido todo tan rápido, que la diminuta distancia entre mi joven luz y mi joven maldita es el flas que me deslumbra, impidiéndome razonar el conflicto para sanear mi cabeza. Lancé un búmeran de compasión y me volvió puñal.
(6)
Sobrellevo muy mal que la sociedad haya calado el muro de la vergüenza, y la mentira pase de ser eventual y piadosa a un denominador usual en la vida de los que deberían ser modelos para el resto. Confiar se ha vuelto absurdo, y no podemos olvidar que una sociedad donde falta la confianza, deja de serlo.
Últimamente, para olvidar el sufrido golpe del desafecto personal, visito con frecuencia el cuarto de baño con la intención de mirarme en el espejo y volver a la realidad de los acontecimientos genocidas, desmenuzarlo. Cuando miro esa lámina de cristal azogado veo reflejado un ser distinto, popular, pero dispar.
Mi barba ha mutado a bigote de pelos duros y largos, vibrisas sensoriales, y la nariz es pura prolongación de mi peculiar cráneo. Zarandeo las orejas redondas y no paro de acicalarme el manto gris. Sí, he mutado a rata de cloaca porque las autoridades nos tratan tal cual.
Nuestra comida y agua son cebos emponzoñados que nos arrastran con urgencia hacia la muerte. Nos odian, como si los seres humanos fuéramos una asquerosa y vulgar plaga mundial que se arrastra por los suburbios de los poderosos. Han decidido atacarnos por mar, tierra y aire utilizando tecnología militar para hacerlo expeditivo; es la guerra, donde la farsa es una protagonista que permuta cada escena real de la vida.
¡Qué pena que ya no esté conmigo mi luz, estos enemigos son perversos y conclusivos, y a buen seguro que me robaran lo más preciado que me queda: El alma!
El Xiquet de Columbretes
Se llamaba Montesanos, pequeño, enjuto, con una barba blanca que junto a su pelo formaba un círculo irregular que abrazaba su pequeña mirada y proveía de abrigo a sus labios, para hablar de las sensaciones del espíritu.
Se movía con parsimonia, pero ágil, a pesar de su avanzada edad. Toda su estampa era fruto de su crecimiento frecuencial, hasta su ajustado gorro de punto rojo que en otro podría ser un signo histriónico, pero en él representaba la serenidad matizada.
Se expresaba de manera inteligente y su verbo era fluido. Bajaba del campo de vez encuando, sólo por necesidad reflexiva, porque en su día huyó de la fría ciudad. Allí llegó sin saber cómo vivir y no tardó en comprender que una humana misión sería pastorear un grupo de cabras por las elevaciones mediterráneas. Y lo hizo con tanta dedicación que pronto decidió complementarlo con el labrantío, junto a una huerta, asegurándome que fue un buen tino para el sustento.
Nos conocimos en plena calle, en el centro de la ciudad. Se me acercó preguntando por un antiguo taller de motos que no acertaba a ver, y tuve que decirle que se cerró definitivamente desde la “plandemia”. En ese instante repitió “plandemia” en tono de duda, y yo afirmé con rotundidad. Fue algo mágico, compartido, donde comprendimos que ese vocablo nos unía. Hay casualidades que crean situaciones para la coincidencia.
Mejor dicho, el lo llamó proceso causal, que había un origen, quizás de vidas pasadas. Pero lo curioso fue que en la medida en la que dialogábamos, las concordancias se acumulaban, hasta en la edad, produciéndonos un asombro relevante que nos hacía sonreír con admiración mutua.
Hablamos erectos sobre el pavimento tosco de una acera que no daba para más gente, del suceso de los contagios, de su terrorífico origen y gestión, de las políticas “globalitaristas” y sus consecuencias, de los engaños generalizados, del cambio climático político que nos despojaba de todas nuestras expectativas, de la geopolítica, del “polvo inteligente” con el que nos fumigan los gerifaltes de la geoingeniería, de las radiaciones que nos debilitan y del ya notorio autoensamblaje criminal del grafeno y sus circuitos.
Éramos ecos, resonancias personalizadas de nuestros conocimientos y creencias. Coincidíamos hasta en nuestros miedos y esperanzas… Fue todo un hallazgo.
Y continuó exponiéndome que lo que está sucediendo en España es una guerra de traidores e intrigantes, soterrada, encubierta, donde las balas parecen palomas mensajeras en vuelo rasante portando mensajes seductores. Todo es atípico, hasta las
explosiones provienen de los volcanes y terremotos, y los muertos gente que fallece por todo menos por el fuego enemigo.
Una comedia de bandoleros donde las escenas diarias rompen los lazos familiares y la soledad obligada llega a enterrar a las víctimas en ausencia de los seres queridos. Una chifladura maldita que sigue incrementando el desequilibrio de la gente y tambalea su porvenir. Un futuro que se niega a contar con el ser humano y con sus inocentes hijos. Es el transhumanismo robótico que nos dejará a todos en casa con la paguita, hasta la fecha de caducidad que se les ocurra.
Nos miramos a los ojos y los dos percibimos lo mismo, un lapso, un corto trecho en el que interiorizar lo que estaba ocurriendo. Mientras digeríamos el resultado de toda esa concurrencia distópica, me habló de cómo los animales nos pueden enseñar el sendero de los planos distantes, en los que se ven los matices del alma.
Y me confesó que al principio del pastoreo se fijó en cómo sus bóvidos, después de forrajear por cualquier vegetación, se subían parsimoniosamente a lo alto de los cerros y, en su quietud fotográfica, mientras rumiaban mirando al infinito, parecían ensimismados, como intérpretes de un dócil trance.
Ante la escena de esos cuerpos ágiles y fornidos con cornamentas groseras, que parecían estar en pleno encuentro con la verdadera paz, se preguntó cómo una vulgar cabra podía enseñarle el camino de la meditación. Y así fue, me dijo continuando.
Durante años plagié sus prácticas hasta poder ver en múltiples lugares del monte, auras de mil reflejos, como puertas del cielo por las que entrar y sentirse elevado. Pastorear se me hizo imprescindible.
Más adelante, a través de una amiga seguidora de las enseñanzas de Siddharta Gautama, entró en el Centro Budista de la ciudad y, junto a su maestro, aprendió las técnicas clásicas meditativas y contemplativas que conducen a estados alterados de conciencia. Es más, me señaló un día especial en el que después de finalizar con él algunos minutos de meditación, le confesó que durante el proceso se vio sin la posibilidad de poder seguir respirando durante un tiempo impensable.
Ante este hecho, el maestro le preguntó si sintió en cierto momento de ese proceso alguna angustia, y le contestó que simplemente estaba relajado pero consciente de su imposibilidad natural. Acababa de ingresar en el piramidón de la abstracción contemplativa: respiración a través de la piel. Efecto sólo experimentado en casos muy profundos. Y le dio la enhorabuena.
Ese mismo día, de vuelta a su casa del monte, cuando determinó ducharse para irse a descansar con la noche, se quedó absorto al verse ante el pequeño espejo, pues las múltiples manchas de psoriasis repartidas por todo su cuerpo que arrastraba muchos años, habían desaparecido sin dejar traza alguna.
A continuación me susurró que el Único Ser Superior Intergaláctico representa la totalidad de la naturaleza vibratoria y cuando somos conscientes de cómo emana la frecuencia del amor, crecemos espiritualmente. Por eso el poder de la invocación y de la meditación es sublime. Nos lleva al sentimiento de vivo afecto hacia los demás, a los que deseamos todo lo bueno.
Y en esa emoción reposa nuestra esperanza. Es capaz de sujetar a la élite materialista extrema, abducida por los poderes astrales infames, los desalmados, aquellos que anhelan usurpar el atributo que le compite sólo a nuestro Creador, el que prohíbe matar y demanda amar al prójimo. Esa gente odia a la humanidad y con el pretexto de la ecología interesada están cometiendo un genocidio, porque ambicionan todo lo nuestro, hasta nuestras almas.
Su relato me pareció elevado y difícil de catalogar, algo así como un espejismo real. Fue entonces cuando me preguntó si me parecía bien que compartiéramos una pequeña meditación en un banco de la placeta contigua. Me pareció oportuno y así lo hicimos. Él con su rito “Budista” y yo con el de la “Energía Universal”. Eso sí, ya ubicados y antes de cerrar los ojos, me pidió que respetáramos los tiempos; e iniciamos la meditación.
Cuando finalicé abrí los ojos hallándome sólo sobre el banco y, junto a mí, del mismo asiento que utilizó minutos antes, percibí un foco de energía pleyadiana que cambió mi vida. Ahora sé que sólo con el amor se puede frenar al enemigo
.
Durante mi larga vida he tenido que enfrentarme en múltiples ocasiones al destino más fuliginoso que se pueda percibir. Pero fue barriendo las hojas de carrasca retenidas en el tejado de mi refugio labriego, cuando experimenté en segundos lo que se suponía podía llegar a ser una catástrofe total para mi cuerpo. Mi calzado estaba claro que no era el adecuado para caminar por entre las tejas, ya que decidí subir a limpiarlas sin reflexionar siquiera sobre el cambio de firme y, por ese motivo, al pisar por primera vez sobre uno de las canales perdí el equilibrio. No pude evitarlo, ya que se me atascaron las inapropiadas botas de agua que llevaba puestas.
La caída, se inició estando de espaldas, pero cuando atisbé el peligro que suponía caerme de esa forma, reaccioné como un gato intentando girar mi cuerpo ciento ochenta grados para despeñarme a cuatro patas sobre el suelo de cemento y mitigar el golpe. Pero no fue posible a pesar del sobreesfuerzo, mi elasticidad y reflejos no tenían nada que ver con los de un pequeño felino y solo logré un ridículo giro de noventa grados. El golpazo no se hizo esperar: antes de que pasaran unos segundos azarosos recibía el mayor impacto que jamás había absorbido. Fue en el costado derecho, al precipitarme sobre el apoyabrazos de una firme silla que quiso abrazarme como pudo para aminorarme el impacto.
Sin embargo, no permanecí allí ni un segundo, la misma inercia me expulsó contra un ornamento de piedra –un obsequio esférico- como si fuera una bola de billar gigantesca, quizás buscando una carambola genial que me salvara la cabeza; y allí me quedé, abatido sobre el mismo flanco, a las puertas del apagado total, como si me hubiera atravesado un sacacorazones descomunal y hubiese fragmentado mi esencia.
Era como hallarse en “La Nube”, almacenado y clasificado, tal que un dato más a la espera de verme rescatado por alguien que me necesitara con premura. Estaba solo ante el peligro de ser olvidado o eliminado. Pero aquella esfera de rodeno de un rojo apagado se quedó a modo de parapeto, como trinchera casual de un guerrero herido luchando por la supervivencia. A los pocos segundos, tal vez muchos más, abrí los ojos y oí el mutismo que contrarrestaba con el sonido abrupto del golpe que no olvidaba. Un petirrojo atrevido me rescató del pausado hueco, con su humilde canto. Entonces, mi consciencia pareció crecer de la nada y cavilé sobre el suceso mientras era consciente de mi destrozada caja torácica.
El dolor era brutal, pero tenía la necesidad de hacerme un autochequeo rápido para examinar la gravedad del momento y empecé a revolver mis piernas y brazos, lentamente, hasta que apoyándome sin aliento sobre el pedrusco, logré incorporarme lo suficiente como para saber que mi daño parecía estar centrado solo en el costado derecho. Quizás mi delgadez extrema me ayudó. El dolor era temible. Enseguida pensé que si en caliente tenía ese nivel de sufrimiento, en cuanto se enfriara un poco podría ser terrorífico, imposibilitándome andar.
Encogido por la consternación y a punto de volver a desfallecer sobre el limbo irreal que evitara seguir recapacitando con claridad, me estremecí al pensar que podría estar reventado por dentro. Quizás estaba perdiendo sangre por mis pulmones, riñones, hígado… Debía irme lo antes posible a recibir asistencia sanitaria, pues temía desplomarme definitivamente y crear alas de despedida.
Como pude, caminé a paso muy corto, contraído por el dolor y luchando para que entrara el suficiente aire a mis pulmones, sin lograrlo. Apenas podía respirar lo justo para moverme y desafinar con un gemido profundo y sostenido. Cuando conseguí llegar al coche y logré sentarme no alcancé a entenderlo. Estaba solo y sin cobertura telefónica, haberlo conseguido, pues, me daba posibilidades a salir a todo gas en dirección al hospital más próximo. Mi meta estaba a veinticinco kilómetros de distancia por una carretera sinuosa que dificultaría aún más mi viaje. Pero disponía de una fuerza interior mágica que me cargaba de optimismo. Era vital llegar. El camino vecinal era estrecho (para un solo vehículo) y sinuoso hasta llegar a la carretera. Mi brazo derecho no respondía muscularmente. Cualquier mínimo esfuerzo se trasladaba a la zona contusionada y mis ojos se llenaban de lágrimas. Pensé que podía tener algunas costillas rotas que habrían rasgado mis pulmones y me impedían oxigenarme. De vez en cuando tenía vahídos, pequeñas sensaciones de debilidad que hacían que me aferrase más al volante diciéndome: “venga, venga, tú puedes, hay que llegar”. Era una lucha entre mi determinante disposición y mis mermadas facultades.
Conduje hasta una carretera más amplia, aunque carecía de arcén, que se deslizaba cuesta abajo por la falda de la montaña. Fui descendiendo como pude, temeroso de sus múltiples curvas. Al final me esperaba la carretera nacional que me condujo después de tres cuartos de hora al hospital tan deseado, no sin antes hacer varias paradas en el arcén luchando por serenar mi ánimo y poder hacer frente al decaimiento físico.
Por fin pude aparcar milagrosamente y dirigirme a la sala de urgencias de modo lastimoso, retorcido por el daño. Cuando llegué, con voz exánime pero relajada, pregunté a un grupo de celadores que estaban cerca de la puerta:
-Buenos días, creo que tengo reventada la caja torácica –solté sin fuerzas y encogido por la dolencia hasta volverme enano.
-Vale, diríjase a esa ventanilla que está en el exterior, me dijeron.
¡No podía dar crédito, les acababa de decir que posiblemente estaba reventado y me remitían a otra parte a presentar personalmente mi documentación!
Siempre he tenido facilidad para reaccionar con aceleración y decidí de inmediato protestar simulando el desmayo que tantas veces quiso hacerse presente durante mi forzado viaje, pero esta vez hincando la rodilla en el suelo retorcido por el insoportable padecimiento. La reacción del grupo fue tan apresurada que impidieron que me cayera definitivamente, colocándome en una silla de ruedas y llevándome a la sala médica de recepción. Ni que decir tiene que el papeleo lo hizo alguien que no recuerdo, quizás uno de ellos.
Antes de tres minutos me atendió una pareja ideal. Él, un médico de mediana edad muy educado que me dijo que era de Palestina y ella, una enfermera joven muy generosa. A los dos les confesé mi pecado: era fóbico a la manipulación médica con tendencia a la lipotimia severa. Necesitaba por lo tanto mucho cariño y que me cogieran de las manos. Siempre les estaré agradecido por ese trato tan exquisito que fue más allá de lo esperado.
Cuando el médico me dijo que me iban a hacer un TAC para asegurarse que no había nada reventado interiormente, ni había ninguna pérdida de sangre u otra lesión de importancia, le hice saber que yo no estaba dispuesto, pues ello suponía una radiación superior (equivalente a más de 500 radiografías) y debido a mis antecedentes ya estaba excesivamente radiado y eso me podía poner en peligro más adelante. Fue tan explícito y cariñoso que no me pude negar, pues tenía toda la razón, podía ser que tuviese una lesión oculta grave y tenían que asegurarse de que todo estaba correcto.
Una vez finalizado el chequeo me ingresaron en un box de observación donde me monitorizaron llenándome de vías, parches, ventosas y cables. Mi cabezal era una reunión de aparatos electromédicos que vigilaban mis constantes a la espera de estudiar los resultados de mi exploración.
Me encontraba en una cama rodante articulada para evitar malograr la lesión torácica. Formaba parte de una línea de camas separadas entre sí por unos marcos de madera que a su vez contenían un plástico transparente, pero lo suficientemente opaco para no ver con claridad nada de mis compañeros de fatigas que sufrían a ambos lados. Me dijeron que los marcos sustituían a las conocidas cortinas de separación por culpa del virus mortal que asolaba al país. Fue entonces cuando me acordé por primera vez que estábamos en plena ola del maligno y empecé a maldecir mi mala suerte. No podía haber elegido peor fecha para ingresar en un hospital. La realidad “plandémica” fue un sumando más que alteró mi conciencia y obscureció mi devenir. Maldecía mil veces tener tanta desgracia.
Estaba más que harto de ese virus canalla que no dudaba que era maligno por la gracia del ser humano de un laboratorio perverso. Y todas las estadísticas de contagios se basaban en una PCR (inservible) que en función de sus ciclos variaba cuantiosamente. Vamos, una herramienta en manos de los políticos interesados. No pertenecía al grupo de “negacionistas” ni en el de “tragacionistas”. Digamos que me revelaba contra la verdad oficial que curiosamente había puesto de acuerdo a todos los medios informativos. Algo insólito, sobre todo porque estábamos en una democracia con libertades de opinión y la ciencia ya se sabe, no avanza sin contrastar los diversos pareceres. Absurdo que los disidentes a cualquier nivel fueran tratados como apestados o locos, algo muy drástico para no extrañar.
Me sentía próximo a los discrepantes por un presentimiento negativo. “La duda es en lo único que se puede tener fe”. Y sin ella no se puede avanzar en nada. Hay que conseguir tener la capacidad permanente de hacerse preguntas. Yo me las hacía y esa actitud espoleaba mi curiosidad por conocer las opiniones de otros. Era la búsqueda de la otra verdad, la perseguida con saña, algo que chirriaba descaradamente. Por eso no me había vacunado. Además, no había estudios de seguridad ni eficacia ni estudios de carcinogénesis. Y para más inri, la composición se oculta tras los derechos de comercialización y protección de propiedad intelectual. Las vacunas parecían no ser tales, sólo proyectos inacabados, experimentaciones oscuras, fármacos interesados. Viales repletos de misterio que provocaban las denuncias más imaginativas del mundo. Hasta se hablaba de nanocircuitos electrónicos que interactuaban con las ondas G4, G4 plus y G5 a través de las nanohojas de grafeno y los nanotubos de carbono. Es lo que tiene extender la penumbra informativa perenne.
Yo siempre he valorado mucho mi organismo, intuición y libertad. Es más, si las mujeres tienen derecho a decidir sobre su cuerpo y, por lo tanto, a abortar cuando lo deseen, también debería tenerlo yo sobre el mío, a la hora de inyectarme un medicamento sin referencias a cuyos fabricantes se les libra de responsabilidad alguna. Ya se sabe que cuando la salud y la alimentación se convierten en industria, se corrompen fácilmente.
Mientras reflexionaba sobre estos hechos, a mi lado izquierdo adivinaba a un abuelo cerca de quedarse sordo, más viejo que yo, que estaba luchando contra una neumonía grave. No tardó en venir un celador para llevárselo de inmediato a otra unidad. Entre tanto, manejaba su cama para salir sin dañar el frágil plástico que nos separaba, hacía maniobras cortas como se hacen con el coche cuando se desea salir de un aparcamiento muy ajustado. Ahora un poco hacia adelante, ahora un poco hacia atrás, y ahora un pequeño giro… Yo estaba preocupado por si tiraba un puntal similar al de las obras, pero con un diseño y acabado más pulcro. Aunque el marco con su plástico estaba claveteado al techo, como este era falso, decidieron colocarlo como un plus de sujeción.
Mi intranquilidad hacía que no lo perdiera de vista ni un segundo y especulaba con su caída, que podría ser mi perdición. Hasta que, justamente, el celador le dio un golpe seco desencajándolo e iniciando una caída libre hacia mi cráneo con aceleración comprometida. Sólo recuerdo que me dio tiempo a sacar mi brazo derecho para parar aquella barra de hierro dispuesta a abrirme la cabeza y quedarme frito sobre la cama hospitalaria. Cuando lo hice, al mismo tiempo que grité de dolor por el movimiento, recibí la admiración de la enfermera: “caramba, señor, qué reflejos tiene”. Luego me di cuenta que si mis ojos se hubieran cerrado por la fatiga, aquel martillo me habría dejado KO definitivamente. Una vez puesto en su sitio, aún tuvo que caer otra vez, en esa ocasión rozó a la misma enfermera que paseaba por el pasillo. Fue sin duda un inicio de película.
Recibí la visita de una enfermera para hacerme una PCR y un análisis de sangre por si estaba contagiado por el virus que acechaba. Recé para que saliese negativo y que me subieran a una planta segura lo antes posible. Antes tuve la visita inesperada de mi hija a la que, tras arduas llamadas telefónicas y una discusión personal con seguridad, (luchando contra las normas antivirales) le permitieron verme unos segundos que me emocionaron, pues esos momentos en los que estas lleno de incertidumbres te afloran los sentimientos con más energía.
Cuando se fue me quedé vacío. Y hablé con la soledad. Le conté que me sentía rodeado por la tragedia amenazante. Sabía que mi suerte estaba en el aire a la espera de los resultados. Llevaba todo el día huyendo del sinsabor de lo inevitable. Y ahora estaba en mi momento bajo. Fue entonces cuando vino a mi memoria una palabra mágica: welwitschia, la planta que nunca muere, y creé una imagen donde me disfrazaba con sus hojas tormentosas refugiándome entre sus tirabuzones inmortales. Fue un esfuerzo mental para encontrar el sosiego y la seguridad de mi futuro inmediato. Los datos demandados no se hicieron esperar mucho. Todo salió perfectamente, el TAC no señaló ninguna anomalía más que la rotura de costillas del costado derecho, y el temido virus no había tomado posesión de mi cuerpo. El cirujano torácico que vino a darme la buena noticia exclamó: “eres un personaje único, vienes conduciendo solo, con seis costillas rotas y no tienes nada más, suertudo”. Me subieron a la planta de no contagiados y me depositaron en una habitación doble con mi mascarilla puesta y el vial trabajando satisfactoriamente contra el dolor; por fin, empezaba a serenarme. La enfermera que me atendía era muy maja, se había operado tantas veces la cara que se le había quedado una expresión facial cercana a una caricatura cariñosa. Haciendo honor a su expresión, su comportamiento siempre fue cordial y tierno.
Mi compañero de habitación era un agricultor ingresado en planta por una lipotimia severa cuyo origen se desconocía, tampoco estaba vacunado. Cuando saqué el tema me sorprendió con una reflexión curiosa. Me dijo que rechazaba vacunarse, de una manera natural, como el que rechaza una amistad en particular; que él no era “antinada”, insistía.
“Lo que pretendo es morir tarde sin hacer trampas, sin ayuda alguna, de cara a la vida esperando lo que me aguarda. Creo en las vacunas y posiblemente sea bueno para la humanidad como en algunas ocasiones así parece que fue. Es más, lo aconsejo para todos aquellos que quieran asegurarse una vida sin enfermedades, si así lo desean, pero yo ambiciono presentarme desnudo sin escudos de artificio, solo creo en el ofrecimiento de la naturaleza, ahí está todo”, afirmaba si dudas, para añadir:
“Sí, es posible que uno pueda infectar si no se vacuna, pero de todo, y en el lote puede haber sorpresas. Lo correcto es proyectar en cada momento lo que se tiene. Puedes contagiar la sonrisa, el amor, el odio, la violencia, la ternura, el esfuerzo, cualquier cosa. Esa es la vida social y libre que enriquece a través de sus complejas relaciones. Yo no quiero hacer trampas. Pretendo mostrarme como verdaderamente soy. Aborrezco las ayudas artificiales para seguir el camino, solo necesito lo que se me ha dado en origen. Afrontar la vida con lo puesto y con el mundo natural que nos rodea, esa es mi filosofía, por eso no me he vacuno y persigo salir de aquí cuanto antes”, concluyó.
Me gustaba esa convicción clara del hortelano. Mostraba una determinación calmosa a la hora de afrontar los bandazos de la vida, crecer sin auxilio alguno para aumentar la consciencia.
Los primeros días apenas dormía, entre el dolor y el miedo al virus era una tarea difícil. Y es que eso de ser un peligro invisible no facilita el descanso.
Con la excusa de que el hospital estaba saturado por los ingresos virales, nos instalaron una cama más con un joven que estudiaba en la universidad y que acababan de sacarlo de un colapso etílico por una juerga estudiantil.
El universitario, cuando se normalizó definitivamente, al tema viral lo definió como un mito para aterrorizar a la población y facilitar el inicio de una dictadura global y permanente. Sabemos, dijo, que el supuesto SARS-CoV-2 no está secuenciado ni cultivado. Sostenía, pues, que la enfermedad viral era el síndrome electromagnético acentuado con los productos secretos inoculados a la población. Hasta llegó a culpabilizar de los primeros casos a las vacunas antigripales del año anterior. Que varios investigadores del mundo ya habían demostrado con el microscopio electrónico que las mal llamadas vacunas contenían elementos parecidos a nanoredes con emisores TX y receptores RX. Redes intracorporales autoensamblables. Que todos aquellos vacunados ya estaban marcados con un número, como si fueran sumisos animales de establo, y que emitían una señal que se podía, incluso, sintonizar a través del teléfono móvil.
Ante tal aseveración no pude dejar de preguntarle que si eso era cierto qué sentido tenía tanta nanotecnología. Y con un poder de convicción cruel, no dudó en afirmar que esa tecnología era la que facilitaba reducir la población mundial con la ayuda del aumento feroz de la potencia de las antenas electromagnéticas. Que ya se estaba muriendo mucha gente por culpa de las vacunas. Nos quedamos perplejos ante tal afirmación. Según él nos estaban matando a todos los que excedíamos el cupo. Éramos ocho mil millones y sobrábamos siete mil millones. Que esos eran sus planes, un genocidio encubierto. Y que parte del mundo político, farmacéutico, mediático y sanitario estaba comprado o coaccionado para trabajar al servicio del “Proyecto”. Y lo que se halla detrás de la huella electrónica y el certificado social de vacunación, es la tiranía digital a través del control absoluto de la humanidad.
¿Entonces, me estás diciendo que nos están envenenando para eliminarnos?, le pregunté con interés. Sí, dijo claramente, y prosiguió: no dudes que hay vacunas con venenos de serpiente y otras con proteínas de pico que obstruyen la red microvascular, pero también con parásitos y productos cancerígenos de laboratorio.
Además, se sabe desde hace muchos años que aviones sin identificación alguna sobrevuelan nuestros cielos a gran altura (10km) esparciendo productos tóxicos para reducirnos, esterilizarnos y crear conflictos climáticos que nos confundan. Nos fumigan dejando huellas que nos dicen que son estelas normales de condensación, pero no es cierto. Los campos y las aguas están repletos de venenos. Es una teoría refutada por la comunidad científica. El nitrato de plata en forma de telarañas está en las ramas de los árboles. Una vez más se oculta la información. Hasta el agua y los alimentos del campo están contaminados, sentenció.
Era curioso, los tres decidimos no vacunarnos por motivos diferentes y acabamos compartiendo la misma habitación. Rara coincidencia. Y nos hicimos la misma pegunta: ¿Qué pretendían con nosotros? Fue entonces cuando empezamos a incrementar nuestro recelo y ver enemigos por todas partes. Temíamos que nos convirtieran artificialmente en contagiados a través del PCR de cuarenta y cinco ciclos y someternos a continuación a los iniciales protocolos mortales de la antidemócrata OMS. Asustados, pues, decidimos abandonar el hospital lo antes posible. Yo, evidentemente no lo podía hacer porque mis sufrimientos me impedían siquiera ponerme erguido, pero mis dos compañeros se hicieron con una silla de ruedas y, durante la hora de más ajetreo, pudimos abandonar la habitación vestidos de paisano sin levantar sospechas.
No duró mucho la escapada, cuando nos disponíamos a salir a la planta baja desde el ascensor, una enfermera me reconoció y con la ayuda de un guarda de seguridad nos impidió la salida por carecer de papeles de alta. Nuestras esperanzas se diluyeron de inmediato, pero la sanitaria nos prometió que ella misma obtendría los documentos de los tres si accedíamos regresar a nuestra habitación. Lo hicimos con preocupación, pero esperanzados de nuevo con su promesa.
A la mañana siguiente, con la pretendida excusa de unos análisis para el alta voluntaria, nos llevaron a una sala aislada donde la extracción de sangre trasmutó en una inoculación de sustancias anestésicas. Cuando despertamos estábamos quizás a miles de kilómetros, en una reserva secreta internacional de sangre virgen, junto a cientos de personas de todo el mundo. Ninguno de los tres tenemos ya duda alguna. Después de destrozar nuestra matriz social, arrasar con nuestros principios y convicciones ideológicas y desacreditar nuestras creencias, pretendían deshonrar a la familia como organización de autoridad y origen de nuestras raíces. Su proyecto final: anular nuestras capacidades intelectuales y espirituales suprimiendo nuestras libertades para instaurar una autocracia transhumanista. Su eslogan:
“No tendrás nada y serás feliz”.
Al final supimos por qué estábamos juntos, pues nos encontrábamos en el módulo “Cero Negativo” (0-), el más codiciado por el “Estado Profundo” para asegurarse en el futuro sus optimas transfusiones. El virus y la vacuna estaban siendo el medio para crear el terror e iniciar el “reseteo” global. Ya somos conscientes de que nos ha invadido el Padre de todos los hombres del saco, que ha venido para asustarnos tanto, que el miedo ha pasado de la ingenua y cándida infancia, al terror de toda la sociedad, hasta acojonar a los viejos más experimentados.
Mientras tanto, nosotros seguiremos estabulados de por vida para ser utilizados como fuentes de pura sangre. Es el inicio de la sociedad distópica, por eso precisamos el favor de nuestros “Hermanos Mayores”, los Seres de Luz de la Matriz Divina. Les urgimos que acrecienten el poder de nuestras entidades inmateriales.
Los incumplimientos de las farmacéuticas en el suministro de vacunas contra el coronavirus han abierto una grave crisis en el seno de la Unión Europea. A las dificultades de Pfizer para asegurar la producción se ha añadido el anuncio de AstraZeneca, que pretende reducir más del 60% la cantidad de vacunas que iba a entregar en el primer trimestre. El acuerdo firmado en agosto prevé la compra de al menos 300 millones de dosis, con opción para otros 100 millones.
Muchos países europeos confiaban en dar un impulso a la inmunización en febrero gracias a esta vacuna, mucho más barata y fácil de administrar que las de Pfizer y Moderna, pues no exige ultracongelación. Lo ocurrido es de una gravedad extrema, no solo porque del cumplimiento de estos contratos depende la vida de cientos de miles de personas y la recuperación económica de Europa, sino porque el fracaso del plan de vacunaciones desataría una crisis de confianza en la competencia de las instituciones europeas difícilmente reparable.
Esta situación propicia varias consideraciones. En cuanto a las compañías, resulta imprescindible el máximo nivel de transparencia en un asunto en el que hay tantas vidas en juego. La decisión de exigir una notificación previa sobre todas las exportaciones de las vacunas que salgan del territorio europeo apuntan a que la Comisión Europea sospecha que el incumplimiento podría estar motivado por el desvío inapropiado de parte de la producción a otros compradores.
La compañía lo niega, recuerda que su producto se vende prácticamente a coste de elaboración y asegura que el fallo reside en problemas imprevisibles de capacidad de fábrica.
La empresa sostiene estar obligada a dar preferencia al Reino Unido en el suministro de las vacunas que se fabrican en este país, porque su contrato es previo, y señala además que el acuerdo con la UE solo le exige “hacer el mejor esfuerzo” por garantizar el suministro. Con el Brexit recién ocurrido, esta cuestión es material políticamente inflamable. Dada la gravedad de la situación, las empresas deben dar explicaciones con el más alto estándar de transparencia.
En un segundo orden de reflexión, el conjunto de la situación cuestiona la actuación de la UE. El incumplimiento compromete el objetivo de tener el 70% de la población vacunada antes del verano. El varapalo se suma además a un inicio de campaña decepcionante. En Europa apenas se ha vacunado al 2% de la población, frente al 7% de Estados Unidos, el 10% del Reino Unido o el 44% de Israel. A nadie se le puede escapar el enorme daño reputacional —además de sanitario y económico— que la UE sufriría ante su ciudadanía de quedar sustancialmente rezagada en este esfuerzo.
La compra centralizada de vacunas ha sido un gran avance. Evitó que Europa se deslizara por la pendiente del nacionalismo sanitario, tan ineficiente como injusto. Pero esta crisis obliga a reflexionar sobre los errores cometidos.
Si se compara con la acción de otros Ejecutivos, la UE ha actuado con cierta lentitud, con contratos firmados más tarde, lo que ahora resulta ser un problema. Por el otro, ha habido cierta tibieza de inversión en las compras y en el esfuerzo para garantizar una mayor capacidad de fabricación en la propia UE, utilizando plantas de producción de otras farmacéuticas, como ahora se propone hacer, quizá demasiado tarde. Toca remontar. Es vital, en sentido físico, económico y político.
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Reunión del Consejo de Ministros. (EFE)
Gritos y susurros en el Consejo de Ministros
Este gabinete está quemado y requerirá de una remodelación para afrontar los grandes retos del país. Aguantará la coalición, pero con los ministros a la greña
Hoy cesa Salvador Illa, quien, salvo sorpresa, será sustituido por Carolina Darias, actual ministra de Política Territorial y Función Pública, departamento que Sánchez encomendará, con toda lógica, a Miquel Iceta, primer secretario del PSC.
El presidente procura así la menor sísmica en su gabinete, mantiene la cuota de los socialistas catalanes al máximo nivel y encarga Sanidad a una ministra que ha estado al lado de Illa en el segundo modelo de la gestión de la pandemia, el autonómico.
Podría ser que Darias prescinda de los servicios de Fernando Simón al frente del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, que se ha ganado un merecido descanso, que será bueno para él, mucho mejor para la ciudadanía y conveniente para el propio Gobierno.
El Consejo de Ministros no es hoy por hoy el órgano colegiado gubernamental en el que la cohesión sea la nota dominante. Como declaró este sábado en este diario Gloria Elizo, representante de UP en la Mesa del Congreso, los morados son conscientes de su carácter “subalterno” en un Ejecutivo en el que vuelan las navajas.
Iglesias está enfrentado, si bien con discreción, con la vicepresidenta Nadia Calviño, con gesticulación, como se vio en los pasillos del Congreso, con la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, y, a tenor del tono y los modos radiofónicos del ministro de Inclusión y Seguridad Social, también con José Luis Escrivá, que a su vez ha tenido una bronca monumental con la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz.
Los dos bloques de ministros —del PSOE y de UP— difieren en temas sustanciales: la monarquía parlamentaria, la reforma de las pensiones, la de la normativa laboral, el proyecto de ley de igualdad, la fiscalidad y el SMI, entre otros asuntos.
La situación de tensión entre los unos y los otros se va a mantener y aumentar —a propósito de las elecciones en Cataluña—, pero el Gobierno, como ha pronosticado acertadamente Jordi Sevilla, seguirá siendo de coalición por lo menos hasta que se avizore el final de la legislatura, momento en que el PSOE y UP tendrán que desembarazarse el uno del otro para competir electoralmente.
Será, no obstante, muy importante calibrar cómo se comportan en el previsible 14-F catalán tanto el PSC-PSOE como los comunes, porque si aquellos logran el éxito que esperan y estos siguen perdiendo fuelle —todo, como en Galicia, o mucho, como en el País Vasco—, lo único emergente de esa izquierda populista, insisto, será Pablo Iglesias, que está mucho más concentrado en su proyecto personal que en el partidario.
Lo repetía este lunes en ‘El Correo’ Miren Gorrotxategi, portavoz vasca de Podemos, según la cual “considerar a Bildu un actor importante en Madrid puede perjudicarnos aquí”. Eso mismo piensan todos los colectivos periféricos de Podemos. Pero no es el criterio de su secretario general.
Pedro Sánchez está encajando las derivas de su vicepresidente segundo, pero este sábado en Barcelona le envió un recado: “verdadero exilio”, dijo el presidente en referencia al de los republicanos que huían del franquismo, rectificando a Iglesias y su comparación con la fuga de Puigdemont.
Unas declaraciones que a Felipe González —este lunes en la SER— le causaron “dolor y vergüenza”, y que aprovechó para calificar como “una falta de respeto institucional” lo que un ministro denomina en privado “gritos y susurros” los martes en la Moncloa —remedando el título de la película de Ingmar Bergman—, esto es: la publicidad de las desavenencias en el Consejo de Ministros.
Ante este panorama, el actual gabinete está quemado y carece de algo esencial: credibilidad, que Sánchez ha terminado por derrochar
Estas razones y las que se avecinan —más pandemia y titubeante plan de vacunación, desembalse de los ERTE y de los créditos ICO, crisis de empleo y crecimiento, y gestión de los fondos europeos— hacen indicado que en este mismo año el Gobierno requiera otra remodelación más a fondo.
No es presentable, por ejemplo, que el ministro de Interior, en manifiesta hostilidad con la de Defensa, cese al teniente coronel de la Guardia Civil, enlace con el Estado Mayor de la Defensa, por haberse vacunado, precipitando el del Jemad que se consuma hoy en el Consejo de Ministros. Grande-Marlaska y Margarita Robles mantienen una diferencia insuperable. Y no son los únicos.
“España no funciona”, aseveró ayer Iñaki Gabilondo en el intercambio de opiniones con jóvenes después de que —“empachado”— abandonase su comentario diario, desalentado, no por el esfuerzo y su larga trayectoria, sino mucho más por un sentimiento de hartazgo. Efectivamente, nuestras administraciones públicas están mal conducidas en general.
Son ineficientes en la ejecución del gasto; no cumplen los objetivos con la rapidez que exigen las prestaciones sociales —ingreso mínimo vital y otras ayudas—; no se asumen responsabilidades por errores e incompetencias, y los tres grandes desafíos nacionales parecen inasumibles: vencer al coronavirus en su tercera ola, gestionar los fondos europeos en un clima de consenso transversal y salir al rescate de sectores de servicios que en España se han quedado en la más absoluta ruina.
Ante este panorama, el actual gabinete está quemado y carece de algo esencial: credibilidad, que Sánchez ha terminado por derrochar al mantener hasta hoy la doble condición de Salvador Illa como ministro de Sanidad y candidato a la Generalitat de Cataluña.
Su socio de gobierno vapuleó ayer a su compañero socialista a través del inevitable Jaume Asens y toda la oposición le reprochó driblar la comparecencia que tenía prevista en el Congreso el próximo jueves. Más le vale a Sánchez que el ‘efecto Illa’ funcione.
La audacia del populismo parece no tener límites. Y es así porque alguien, que se considera investido de la interpretación y voz del sano pueblo frente a la maldad de las castas, posee el glorioso pedestal para comportarse autoritariamente y acabar agrediendo a símbolos sagrados asumidos por ese pueblo.
El populismo acaba exigiendo caudillaje y éste no suele ser ajeno a la extralimitación y hasta al capricho, como vivir en una finca de la sierra desde la que interpretar la voluntad del pueblo.
Finalmente, Biden ha podido jurar su cargo de presidente en una ceremonia modesta tras el aparatoso asalto del Capitolio por los que se consideran auténticos americanos. Circunstancia que exigía unas llamativas medidas de seguridad. No es nuevo el riesgo que suelen sufrir presidentes electos a la hora de presentarse a su cargo.
Recordemos que nada menos el muy venerado presidente Lincoln, como describe Vidal Gore en su biografía, tuvo que entrar clandestinamente en Washington para acceder a su cargo por miedo a que lo asesinaran en una ciudad llena de espías confederados, entre ellos algún miembro de su propia familia. En Estados Unidos en nombre de determinados intereses el uso de la violencia contra sus presidentes no es excesivamente excepcional.
Sin embargo, si algo presidía en la última centuria la democracia americana era el respeto hacia sus símbolos y a las formas que deben de presidir las relaciones políticas. En su osadía, envalentonamiento, y su desprecio a la cultura republicana, Trump invitó a sus seguidores a ocupar el Capitolio cuando éste decidía el nombramiento de su sucesor.
Pecado de lesa popularidad, enorme error, porque el Capitolio para el pueblo americano, salvo para los seguidores más fanatizados de Trump, simboliza el templo de su democracia, las más antigua de las democracias modernas.
La invitación al asalto constituye un grave error, porque, además, comportamiento de tal gravedad no entra en el libro de estilo del populismo, que tiende mediante su merodeo a socavar el sistema y sus instituciones paulatinamente, a base de pequeños cambios, sin enfrentarse a él.
El populismo, calificado por algunos politólogos como postfascismo -postcomunismo en el caso del populismo de izquierdas- no osa enfrentar un proyecto radicalmente alternativo a la democracia liberal, se apoya en los símbolos y mitos asumidos por el pueblo, promueve la democracia directa, como si ésta fuera consecuencia de ella, así como en la soberanía popular.
Y hunde su discurso en el pasado glorioso que une a los hoy frustrados ciudadanos, sin osar ofrecer prueba alguna de volar el sistema. Sin embargo, en eso ha caído Trump.
El populismo, con todas sus dificultades en delimitarlo y definirlo, comparte, sea de derechas o izquierdas, una serie de características y posee un fundamento común, rompe con la democracia liberal pero no tiene un modelo político alternativo, ni siquiera hilvanado.
Son en todos los casos formulaciones antisistema, por eso su tendencia a ir a asaltar parlamentos o atentar contra símbolos, y consecuentemente, también, en recrearse en el caos – “El caos Catalán”, Vicente Vallés, en El Confidencial, o, refiriéndose al mismo caos, José Luis Zubizarreta, “Manga por hombro”, en El Correo, en la misma fecha, 24/1/21-.
Lo que cualquier populismo nos va deparar si triunfa son las decisiones, a veces caprichosas, arbitrarias, en ocasiones maleducadas, de su líder carismático. Pero que no se espere beneficio alguno de sus sencillas soluciones a complejos problemas, sino profundos problemas a corto plazo.
Trump deja una república rota, unas relaciones internacionales dislocadas, pero, sobre todo una sociedad, incluido gran parte del partido republicano, escandalizada ante el asalto al Capitolio por su desmedida arrogancia. Un error, el pueblo, en este caso el de Estados Unidos, en su gran mayoría no consiente el sacrilegio del Capitolio. El populismo de Trump se va resentir de este asalto.
De la misma manera, llevado del exceso, Iglesias compara la situación de Puigdemont en Bélgica con el exilio republicano resultado de la derrota de la II República por el golpe militar. Además de las enormes diferencias entre uno y otro caso, el exilio republicano gozaba de un prestigio mítico por parte del pueblo -no en muchos casos justificado-, sentimental y fervoroso, que el líder de Podemos mancilla asimilándolo a un descarado sedicioso.
Es cierto que los líderes populistas como Trump o Iglesias gozan de una admiración por parte de sus seguidores sólo comparable a las que gozaban Hitler o Mussolini por los suyos, que acaban creyendo las más monstruosas mentiras propagadas por sus líderes. Pero atacar a símbolos o mitos patrimonio del pueblo no va a dejar de causarles rechazo, por muchos técnicos en propaganda que se presten a limpiar su imagen.
Salvador Illa cerró con broche de oro su gestión de la pandemia, al entregarle la cartera de Sanidad a su sucesora Carolina Darias: “Quiero decirte Carolina que…yo creo que vas a disfrutar; yo creo que es una tarea dura, pero también es una tarea muy agradecida porque, qué mejor puede haber que ocuparse de la salud de tus conciudadanos.” 80.000 muertos a su espalda.
No sé, a mí no se me ocurre un precedente de este nivel. Bueno, sí, quizá uno. Algo parecido debió de decirle Rudolf Höss, el comandante del campo de concentración de Auschwitz al doctor Mengele, al darle las llaves de su consulta.
Mónica López, la Isóbara, se apunta otro triunfo: Priorizar una entrevista con Juan Carlos Monedero a retransmitir en directo la jura (promesa) ante el rey de los dos nuevos ministros del Gobierno de España, Carolina Darias y Miquel Iceta.Hombre, yo creo que los dos nuevos hacen juego con los antiguos, pero un acto institucional no se puede sustituir por una entrevista con un discapacitado intelectual como Monedero, las cosas como son.
Pilar Marcos ha recordado una cita memorable de Hannah Arendt: “El sujeto ideal de un régimen totalitario no es el nazi convencido o el comunista comprometido; son las personas para quienes la distinción entre los hechos y la ficción, lo verdadero y lo falso, ha dejado de existir”.
Sonia Vivas, concejala de Justicia Social por Unidas Podemos en Palma de Mallorca y ex agente de la Policía Local ha sido imputada por haber denunciado a dos ex compañeros con los mismos informes médicos que ya había utilizado en otra denuncia en 2011.
Belisario trajo a mi blog una noticia de El Mundo: La noticia es que se están realizando pruebas anales en China para detectar el coronavirus.
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Luego añadió una rima sugerida: “Y ni siquiera estamos en 2025…”
JA Montano transitaba por la misma senda: “Los tests anales me parecen los más justos para una población que consiente a Sánchez. ¡Quid pro culo!”
¿Te acuerdas de Mario Herrera? Es aquel podemita que ejercía de director general de Participación en el Gibierno de La Rioja, que en Nochevieja violó el toque de queda y estampó su flamante BMW contra un árbol, dejando el coche achatarrado en el lugar de autos. Nunca mejor dicho.
Le ha costado 27 días presentar la dimisión que se le pedía desde Año Nuevo. Y mira como lo ha hecho: “Amenazas de muerte, acoso en mi propia casa, insultos a mí y a mi familia. La ultraderecha me ha estado hostigando desde hace ya más de 20 días.
Hoy la víctima he sido yo por ser de Podemos. Mañana puede ser cualquiera. La democracia está en juego”.
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Acto de campaña de ERC.QUIQUE GARCÍAEFE
Esquerra y caviar
Desde su creación en 1931 ERC es un punto ciego en la historia de Cataluña. Sus dirigentes y su política se vinculan a la deslealtad, la sedición y la ruina antes que a cualquier forma de construcción de la comunidad
LA OPCIÓN preferente es discurrir sobre el voto al hombre que gestionó la muerte anticipada (así debe llamarse al exceso de muerte) de 80 mil españoles. Es una opción lógica teniendo en cuenta que a ese voto le llaman voto útil y que se considere útil a gestor tan aciago da para explicar muy brutalmente la degradación catalana.
Pero insistir sobre críticas tan obvias tiene el mismo efecto que repetir una palabra muchas veces: la crítica deja de tener sentido y se convierte en un mero ejercicio de pronunciación. Así que mejor aventurarse sobre territorios impronunciados. El del voto inútil es muy de mi gusto.
Nada tan inútil, en efecto, como votar a Esquerra. Desde las convicciones, Esquerra no es nada. Para izquierda y republicana está la opción más nítida de la podemia. Desde la radicalidad nacionalista, el prófugo Puigdemont tiene la marca registrada.
Observado pragmáticamente, el asunto es aún peor. Quizá una parte de su electorado, aquella Esquerra con la que dicen –tal vez injustamente– que fantaseaba Sáenz de Santamaría, se haya convencido de que no podrá torcer el brazo del Estado y apueste por un referéndum pactado.
Pero un referéndum pactado es lo que Illa, con la sordina que sea necesaria, va a ofrecer a los votantes. Un referéndum en sordina y, a pleno pulmón, los indultos a los delincuentes políticos. Illa da mayores garantías que Esquerra para alguna forma de referéndum, porque tiene el poder del Estado para darlas.
Al otro lado las cosas no van mejor. Si se trata de mantener el fuego encendido –el foc de camp, ni pensar en mayores incendios– Puigdemont es insuperable. La unilateralidad ya solo es una melancolía y el modelo exiliado y resistencial del prófugo la encarna como nadie.
Desde su creación en 1931 Esquerra Republicana es un punto ciego en la historia de Cataluña. Sus dirigentes y su política se vinculan a la deslealtad, la sedición y la ruina antes que a cualquier forma de construcción de la comunidad. Su página más gloriosa la firmaron los asesinos de la Gestapo.
En el franquismo su actividad fue nula y su único dirigente de calidad, Josep Tarradellas, hizo siempre todo lo que pudo, en Saint-Martin-le-Beau y en Barcelona, para que se olvidara su militancia en el partido. En julio de 1931 Pla describió en qué consistiría la política de Esquerra: «Tres años de anarquía, de predominio de las ideas de la Asociación de Viajantes y el correspondiente caviar».
Hoy el caviar es la clave. Porque la brillante paradoja es que no habrá ninguna forma de gobierno en Cataluña de la que no cobren estos inútiles.
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El ingente desafío de las vacunas
Rafael Matesanz en El Mundo,280121
Pocas veces en la historia de la medicina la unión de esfuerzos internacionales, científicos y económicos han logrado en pocos meses una serie de vacunas eficaces para combatir una enfermedad devastadora.
La situación es clara: la única manera de atajar la pandemia y detener el goteo incesante de cientos de muertes al día [este miércoles se registraron 492 fallecidos en 24 horas], además de recuperar cuanto antes parte de los destrozos económicos, es inmunizar en el menor tiempo posible una porción significativa de la población, fijada en el 70% de los mayores de 16 años: 28,3 millones con un plazo que vamos a fijar en el 30 de septiembre.
Llegaron las primeras vacunas con banderas, carteles de «GOBIERNO DE ESPAÑA» y gran alharaca. Se dijo entonces que las sobrantes se enviarían a países sin recursos y que éramos el único país de Europa junto con Alemania con un plan de vacunación.
Dicho plan se entendió de manera distinta por parte de las comunidades autónomas en cuanto a ritmo de vacunación, prioridades, tipo de jeringas que permitieran utilizar la famosa sexta dosis de cada vial, manejo de reservas para la segunda inyección… lo de siempre.
Pero lo peor estaba por venir: las dos principales farmacéuticas suministradoras –Pfizer y AstraZeneca– anunciaron que, por motivos difíciles de entender para quienes hemos financiado en gran parte sus vacunas, éstas no se iban a entregar al ritmo acordado. Urge desde luego una presión conjunta de la Unión Europea que desatasque la entrega, hoy convertida en cuello de botella.
A ello se ha unido la insólita proliferación de cargos públicos que se han saltado todos los acuerdos, vacunándose antes de tiempo con las excusas más peregrinas. Todo esto ha generado una sensación de escasez y la convicción (bastante real) de que no vamos a estar vacunados en los plazos anunciados.
Un mes después de la aplicación de la primera dosis se han administrado unas 40.000/día, con un máximo de alrededor de 100.000. Para llegar al 30 de septiembre con el objetivo del 70% de la población, habría que administrar una media de 230.000 al día, una cifra de la que ni disponemos de momento ni hay un dispositivo logístico habilitado. Al ritmo máximo alcanzado hasta ahora, y con vacunas suficientes, nos iríamos al verano de 2022 para que el 70% recibiera sus dosis.
La vacunación debe ser una prioridad nacional absoluta y dedicar a ella todos los recursos públicos y privados. Debe pivotar sobre la atención primaria, pero urge recurrir también a la medicina privada; a las Fuerzas Armadas, que tienen gran experiencia en este campo; mutuas; oficinas de farmacia, etc.
Todo personal sanitario, con un entrenamiento adecuado y bajo la supervisión y el control de médicos y enfermeras, debería poder contribuir a este proceso a realizar en todo tipo de estructuras extrasanitarias, como ocurre ya en otros países. Es hora de unir esfuerzos y aparcar disputas políticas, territoriales o competenciales.
Cada día que pasa son cientos de muertos que se suman a los más de 80.000 contabilizados por el INE desde el comienzo de la pandemia, junto con una economía cada vez más deteriorada. ¿Se puede dudar de cuál es la prioridad?
Rafael Matesanz es el fundador y exdirector de la Organización Nacional de Trasplantes (ONT).
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Ilustración de Raúl Arias [España, 1969] para el texto
PARA JOHN BOLTON, un ejército independiente de la UE sería una puñalada en el corazón de la OTAN. Advierte que impulsar la autonomía estratégica de la comunidad podría llevar a EEUU a retirar sus tropas y a dejarla indefensa frente a potencias hostiles. El ex asesor de Seguridad Nacional de Donald Trump y halcón confeso puede tener razón en ciertas cosas, pero muchos de sus argumentos apuntan al pasado y contribuyen a la crisis del papel de Occidente.
Mitos como ladolchstoßlegende, la leyenda de la puñalada en la espalda de 1918, siempre han causado daño en Alemania y Europa. Están destinados a distraer de los conflictos reales y a despertar emociones contra villanos en apariencia retorcidos. La figura que reintroduce ahora el ex asesor de Seguridad Nacional de Estados Unidos, John Bolton, muestra a la vez intención e ignorancia.
Una reciente discusión de altísimo perfil entre el presidente francés, Emmanuel Macron, y la ministra de Defensa alemana, Annegret Kramp-Karrenbauer, ha mostrado que el debate sobre el futuro lugar de Europa en el mundo está en auge. La salida del Reino Unido de la UE ha coincidido con las dudas crecientes sobre la fiabilidad de los lazos transatlánticos entre el continente y EEUU, en particular dentro de la OTAN.
En este debate, el presidente francés aprovecha el giro estratégico de EEUU hacia el Pacífico y su salida parcial de Europa para posicionar a Francia como líder continental en seguridad y asuntos exteriores. Sin embargo, el dominio económico y político de Alemania en Europa, que ha aumentado en los últimos 10 años, debe por lo menos ser compensado.
La cuestión va más allá de cómo Europa puede asegurar y reforzar su capacidad de defensa. Ante el escepticismo en los países de Europa del Este hacia la preparación y la capacidad de defensa comunitaria, la posición de Alemania es por tanto diferente a la de Francia.
Alemania quiere renovar la alianza transatlántica dentro y fuera de la OTAN para no dividir a Europa, pero también quiere fortalecer la política exterior y de seguridad común del continente, que ve como parte integral de la propia OTAN y no como rival.
Cuando un ex asesor de seguridad y crítico a posteriori del ex presidente de EEUU descarta la idea de la autonomía estratégica de Europa como una ilusión y ve un ejército de la UE como una fuerza divisoria para la OTAN y la propia comunidad, tiene de entrada un hecho en contra.
Fueron las políticas de su antiguo empleador las que, en gran medida, pusieron este debate sobre la mesa. Si Trump no hubiera cuestionado de forma permanente a la OTAN y hubiera aplicado una dura política de sanciones comerciales contra los aliados más importantes de Europa, el debate actual probablemente no existiría.
Y cualquiera que, igual que John Bolton, quisiera ver a la OTAN como un instrumento de intervención global de EEUU, es más probable que quiera deshacer esta alianza tan exitosa en vez de reforzarla.
De hecho, hay buenos motivos para preservar la OTAN y no dejar que el desarrollo de una política exterior y de seguridad común en Europa se le oponga. Por un lado, Bolton tiene razón al señalar que la OTAN puede realizar tareas militares que Europa tendría que desarrollar primero.
El plan de Trump de una retirada precipitada de tropas en Afganistán es un buen ejemplo: el solo anuncio fue suficiente para desesperar a los europeos y a los líderes de la alianza. Estaba claro que nadie en Europa sería política o militarmente capaz de cumplir el papel de EEUU y sus capacidades militares en la zona del Hindukush, incluso a mediano plazo.
Por el contrario, el llamamiento de Bolton a extender la OTAN indica que, en el mundo del siglo XXI, ni siquiera EEUU podrá mantener su papel en la política global sin aliados. Los ejes de poder internacionales se han desplazado hacia el Indo-Pacífico, y el juego en solitario ya no es atractivo ni para EEUU ni para Europa.
Sin embargo, la UE debe desarrollar su propia proyección de poder, porque EEUU ya no desempeñará su papel anterior en la comunidad, en el Mediterráneo y en África –pues la concentración en el Pacífico le consume– y porque la gran mayoría de la población estadounidense está harta de guerras interminables. Hasta ahora, solo potencias autoritarias como Rusia, Irán o Turquía están entrando en el vacío que surgió en Oriente Medio. Europa se ha mantenido hasta ahora como espectadora, y eso debe cambiar.
Más allá de eso, Europa debe abandonar el concepto político de Bolton sobre la OTAN. Con una política exterior y de seguridad común e independiente, los europeos deben poder decidir cómo clasifican los conflictos internacionales, cómo quieren reaccionar ante ellos y cómo participan en su resolución, si quieren hacerlo. Esto no contradice a la OTAN; es un poder separado y soberano dentro de la misma y, sobre todo, es la consecuencia de que haya terminado el orden mundial del siglo XX y de que el nuevo aún sea invisible.
Europa y EEUU tienen intereses comunes para conformar este nuevo orden mundial, pero no son idénticos. La cooperación necesaria con urgencia a ambos lados del Atlántico y su extensión a otros países industrializados y democráticos (Japón, Nueva Zelanda, Corea del Sur, Australia…) requiere una asociación entre iguales, no un llamado a la lealtad. La alianza transatlántica del mañana será una asociación, no se trata de lealtad.
También sorprende que Bolton reduzca el debilitamiento de la UE a lo militar. Él mide el Estado y el funcionamiento de la relación transatlántica solo en esos términos e ignora las demás áreas de la relación entre EEUU y Europa, y entre los Estados de la UE y el Reino Unido. La Guerra Fría no se ganó solo con medios militares, ni las fuerzas por sí solas fueron un instrumento adecuado para alcanzar los objetivos en Irak o Afganistán. El asunto va más allá de lo militar, y no es una opinión de fantasía europea, sino de experiencia transatlántica. La UE tiene esos medios a su disposición y los utiliza en su trabajo práctico con la OTAN.
Mucho más importante, sin embargo, es saber que Occidente triunfó no por mantener al mundo a raya en lo militar, sino porque la OTAN protegió un concepto de orden que se centraba en la libertad en lugar de la coacción, la justicia en lugar del poder, la participación en lugar de la autocracia y los hechos en lugar de la propaganda contra su propia población. Ahora estos valores se cuestionan y están amenazados más que nunca.
ES CIERTO QUEesta amenaza también proviene de Estados con un concepto de orden basado en sistemas de valores diferentes al nuestro. Pero, a raíz de los acontecimientos recientes en Washington, se ha puesto de manifiesto que la amenaza al futuro del Estado liberal y democrático es sobre todo interna.
El modelo ha perdido credibilidad entre su propia población en todos los Estados del viejo Oeste, en Europa y Estados Unidos. No hizo falta la interferencia de poderes externos. Solo cuando las sociedades democráticas logren abordar de nuevo las principales tareas sociales –desde el cambio climático hasta las cuestiones de justicia y equidad social– de manera convincente en el plano interno, recuperarán su resistencia y atractivo. Las capacidades militares no bastan.
Bajo el manto de la defensa de la OTAN, sigue la continuación de una visión global estadounidense, es decir, tomar el mundo como un campo de batalla donde los grandes lideran y los pequeños van detrás. Ahí Bolton sigue la política de su antiguo jefe, dirigida contra la soberanía de Europa.
Al hacerlo permanece fiel a sí mismo. ¿Qué debe esperar Europa de alguien que considera superfluas las Naciones Unidas, que reivindica el liderazgo de Estados Unidos y que aún justifica las operaciones militares infructuosas de su país, aunque hayan dado lugar a organizaciones terroristas?
Sería mucho pedir que un opositor a la política multilateral comprendiera una alianza de Estados entre veintisiete naciones con igualdad de derechos, cuyo éxito radica no en promover la lealtad, sino acciones basadas en el respeto mutuo y el equilibrio de intereses. La historia de la UE demuestra que las naciones pueden pasar de la amarga enemistad a una sociedad amistosa en menos de una generación.
Sigmar Gabriel fue vicecanciller de Alemania y líder del SPD. Este artículo se publicó originalmente en Forum.eu el 20 de enero. Traducción de María Clara Montoya.
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El Pleno del Congreso, tras aprobar el proyecto de ley de regulación de la eutanasia, el pasado 17 de diciembre.ANDREA COMAS
Eutanasia: lo abstracto y lo encarnado
A propósito del proyecto de ley de la eutanasia, la autora aboga por renunciar a maximalismos de trinchera, al tiempo que advierte de que hay que tener en cuenta los supuestos de salud mental
Mercedes Navío Acosta en El Mundo,280121
NO HAY SINO un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida. Esta cita de Camus que abre El mito de Sísifo es conocida por los psiquiatras que hemos tratado a pacientes que han pensado en el suicidio como alivio de un sufrimiento experimentado como insoportable e irreversible, y nos dedicamos a intentar prevenirlo. En nuestra disciplina se conoce el concepto del suicidio racional en que se da por finalizado un proyecto vital, y su carácter discutido y excepcional.
Que yo no esté fácilmente a favor de la eutanasia no dejaría de ser la contradicción de una psiquiatra liberal que lo es menos de lo que cree. La declaro de antemano para que no distraiga de mi intención esencial, sabiendo que es imposible separar completamente hechos de valores y objetividad de subjetividad.
No pretendo en ningún caso obligar a vivir a nadie en un ejercicio de tortura maleficente, propugnando el encarnizamiento terapéutico ni dando amparo a otros fundamentalismos del valor vida. Expuesto brevemente mi conflicto de lealtades entro en mi reflexión central. Ningún hombre puede ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha de hacer más dichoso, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o justo. Para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es, de hecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano decía Stuart Mill y la única razón para contrariarlo es la legítima defensa.
Algunos con suerte o disgusto van a descubrir tras su lectura que son liberales sin saberlo. Otros o los mismos no sabrán nunca que no lo son, y que lo que pueden estar defendiendo es una interpretación de su propio sentido de la beneficencia y de lo que es o no es una vida digna, y si ésta incluye o no un sufrimiento con sentido. Pero volviendo a la libertad. Lo que no conocía Stuart Mill es que también hay coacciones internas y ahí los psiquiatras pueden y deben pronunciarse. La enfermedad mental es, en un sentido amplio, la patología de la libertad.
El proyecto de ley de regulación de la eutanasia aprobado en el Congreso y pendiente de continuar tramitación en el Senado define como objetos de esta prestación la enfermedad grave e incurable o padecimiento grave, crónico e incapacitante que produzcan un sufrimiento continuo e insoportable sin perspectivas de mejoría. Los supuestos de salud mental en esta formulación parecen quedar excluidos implícitamente y en esa medida dependientes de la casuística que pudiera aparecer. Esa indefinición omisiva puede llegar a crear indefensión. Y si los derechos nos igualan, las necesidades pueden diferenciarnos.
El sufrimiento psíquico tiene cualidad subjetiva y objetivación heterogénea, y esa ya es una fuente de complejidad. Si a ello se añade que es síntoma de diferentes patologías psiquiátricas y que éstas, a veces, pueden afectar a la capacidad para decidir, si bien no guardan relación biunívoca entre ellas, la complejidad se multiplica. Se explicita en el proceso de garantías de la ley el requisito de una autonomía plena, y la constatación de ausencia de coacciones externas.
En el caso de los problemas de salud mental asociados o no a enfermedad o padecimiento físico, como adelantaba, no es menos relevante la ausencia de coacciones internas. Me refiero a las distorsiones cognitivas pesimistas de la depresión, a la inestabilidad emocional de algunos trastornos de personalidad donde la ambivalencia vincular o la impulsividad son nucleares, o a las ideas de suicidio que pueden estar presentes. Remiten en elevada proporción, pero no siempre con tratamiento, y el pronóstico temporal no puede ser fácilmente establecido.
Hablar de libertad en esas situaciones es una falacia. He visto muchas veces a personas que habían intentado suicidarse y que experimentaban su sufrimiento como insoportable y sin salida, cambiar de opinión cuando recibieron la ayuda que necesitaban. Los psiquiatras nos dedicamos a intentar reducir los factores de riesgo y a incrementar los factores protectores por eso sabemos que ese balance es dinámico e influenciable en los dos sentidos y lo es más cuanta más vulnerabilidad se experimenta y más dañado se está.
POR ESTE motivo, no es baladí la inversión que se haga en salud mental y en cuidados paliativos porque los cursos intermedios de acción en el conflicto de valores subyacente autonomía, beneficencia y vida encuentran ahí su posibilidad de realizarse haciendo excepcional la eutanasia.
Todo ello cobra especial relevancia en los momentos de crisis y está directamente afectado por los determinantes sociales de la salud en esos contextos. Y es que para ser libre hace falta tener al menos dos opciones y no pocas veces plazos de tiempo superiores a quince días, en los que sea posible generar conjuntamente alternativas. Y ahora sí, explicito mi posible contradicción, las personas que no los individuos se construyen en relaciones intersubjetivas en las que encuentran su singular sentido.
Es necesaria una deliberación profunda sobre estos aspectos, y la renuncia a maximalismos de trinchera que ahondan en los desgarros externos e internos que el sufrimiento provoca. Costó mucho que el suicidio dejara de ser delito y pecado, y fuera entendido como un problema de salud pública susceptible de ser prevenido. Puede estar en juego en ese sentido la posibilidad de un cambio de paradigma del que hemos de ser conscientes. Sea lo que fuere cuando un tema es muy discutible, nadie puede esperar decir la verdad. Sólo es posible referir de qué modo se llega a una opinión, escribía Virginia Woolf en Una habitación propia.
En todo caso, la valoración de la capacidad enmarcada en la Teoría del Consentimiento Informado es una garantía obligada exponente de la ética de la responsabilidad frente a las de la convicción sean las que fueren, y un recordatorio de las consecuencias encarnadas que subyacen a cualquier idea abstracta a priori sobre la vida y la muerte. De hecho, es la garantía última del respeto a la autonomía plena y de la protección a quien la tenga afectada, evitando tanto la suplantación como el abandono negligente.
Mercedes Navío Acosta es psiquiatra y bioeticista. Además, es coautora del Manual de Consulta en Valoración de la Capacidad (Editorial Médica Panamericana).
Pasé una noche terrible por culpa de una piedra renal que me obligó a ingresar en urgencias del hospital más cercano. Recuerdo a los espasmos ubicarme al límite de mi entereza, mientras advertía como una hecatombe sanitaria y atroz me cercaba desesperadamente. El desconcierto, al carecer de los medios más elementales para atender a tantos infectados por el coronavirus, hizo que los médicos, con sus defensas de fortuna, me dejaran en el suelo duro del pasillo central alargando una hilera de enfermos encarados al rodapié.
No me lo podía creer, el personal sanitario parecía estar compitiendo en algún concurso aldeano de ocurrencias absurdas con sus máscaras de buceo, sus trajes de bolsas negras de basura o de sacos de mantillo, gafas de natación, gorros de peluquería…, mientras proseguían con los pacientes más graves. El colapso sanitario era total y sólo pudieron inyectarme un fuerte analgésico, pero antes de que me hiciera efecto, perdí el conocimiento, quedándome como un viejo saco biológico.
Cuando desperté de la impuesta ausencia, a la vez que abría los ojos me vino un intenso tufillo a una mezcla diversa de desinfectantes, desechos y sufrimientos humanos. Y me volvió la lucidez comprendiendo que seguía en aquella fila como un eslabón más de la cadena del malvivir, fría y descalabrada por el oxido de la vida.
Entonces rebusqué en los bolsillos de la americana hasta encontrar mi reproductor MP3 e intenté evadirme de todo, escuchando repetidamente mis baladas preferidas. Mas me fue imposible hacerlo, mi atención caminaba entre todos esos pacientes variopintos, jodidos por el virus, esperando una ayuda urgente para poder respirar. Y entre un sinfín de sillas y camillas atolondradas yendo y viniendo cargadas de huérfanas esperanzas.
En un instante fui consciente del verdadero peligro que me acechaba: a mis setenta y cinco años estaba exponiéndome a no salir nunca de ese infierno si seguía allí por más tiempo. Y mientras reflexionaba sobre esa bruna evidencia que me deformaba el rostro con empeño, noté un ligero roce en la cabeza – mi vecino de fila, al estirar una de sus piernas, no pudo evitar tocarme-, y mi curiosidad me exigió forzar las castigadas cervicales para ver a quien tenía por encima.
Sorpresa, se trataba de una bella mujer bastante menor que yo. Me pidió disculpas y, con un gesto de la mano, le indiqué que no se tenía que preocupar por ello. En ese segundo que la tuve de nuevo en mi línea de visión, es cuando descubrí que aquel rostro femenino guardaba una semejanza con alguien conocido. Volví a mirarla y, efectivamente, parecía que ya no me quedaba ni un ligero atisbo de duda, era mi exmujer.
La que perdí por un desencuentro absurdo de recién casados. Fue como vivir un flas de juventud holgada, pues aquella relación sólo duró unos meses y se difuminó en el tiempo. Hacía más de veinte años que no la veía y, ahora la tenía allí en la misma hilera humana, tirada junto a mí, sobre el impávido terrazo del hospital. Bendita brujería del destino.
Al momento, me quité uno de los auriculares y la llamé “fresi”, mi apelativo favorito, me reconoció enseguida y se puso a llorar emocionada, la soledad ante tanto infortunio la había dejado inmóvil y frágil. Me confesó que ya era viuda como yo y que se había visto obligada a ingresar por unas piedras en la vesícula. Le acaricié sus pies desnudos –siempre fueron mi debilidad- con la esperanza de que recordara mis habilidades. En la medida en que arrullé dulcemente los dedos fui notando su desahogo y, de forma pausada intuí que sus expectativas mudaban hasta volverse antagónicas.
Mentiría si no reconociese que la sonrisa lacrimosa que me adjudicó, trasfirió toda la fuerza del universo para emprender mi ascenso reptando como pude sobre su cuerpo -que seguía descansando sobre aquel lecho miserable-, sin dejar de acariciarla, despaciosamente, acompañado de mis baladas hasta llegar a la altura de su boca.
Allí le cedí uno de mis inalámbricos y le susurré que el azar caprichoso de las piedras nos había reunido en el infierno para determinarnos, que debíamos escapar de ese azote virulento, que yo no estaba dispuesto a que fuéramos las víctimas de la mordedura ponzoñosa, que se viniera a mi casa, que nos cuidaríamos juntos, serenos, entre el afecto que vuelve a resurgir para aliviar nuestras penas. Y fue ella quien, asintiendo con la cabeza, estacionó sus labios dulcemente a la espera de sentir los míos ávidos de recuerdos.
Todo se recondujo de modo tierno, ayudándonos mutuamente a reincorporarnos. Compartiendo los besos y abrazados, fuimos cruzándonos a lo largo y ancho del pasillo con multitud de gente abrumada por la presencia del sufrimiento y la muerte, que no tenía tiempo de reparar en nosotros, hasta salir a la calle.
Fue como si dos seres invisibles y silenciosos volaran sobre aquel caos en una alfombra polifónica. Sin despedidas arribamos a cielo abierto e, inmediatamente, sentimos el alivio del que se despoja de las arenas movedizas en la pleamar. Ahora gozábamos de la libertad engalanada de anhelos y descubrimos al unísono que nuestras dolencias se habían diluido entre la humedad de una amanecida en calma.
Mientras nuestras miradas se contemplaban satisfechas sin soltarnos iniciamos la vuelta a casa, fortalecidos, paseando como si no hubiese transcurrido el tiempo, luciendo el mágico encuentro resplandecidos por la música y el naciente, sin mascaras que ocultaran nuestras claras sonrisas. Y percibiendo que la vida es corta y nuestra ilusión por vivirla, larga, nos comprometimos a seguir cruzando las calles por los pasos de peatones.
La muerte se acercó con un disfraz de ángel blanco. Y me fue imposible reconocerla para proteger a mi amor del alma.
Desde entonces, mi vida se convirtió en soledad a la búsqueda de la fulera parca, ofreciéndome a ella. Para lo que recorría todos los bailes de artificio despojando máscaras.
Mas mi ser atormentado por el recuerdo, no la halló nunca. Y, asimismo, seguía sin reparar en mí.
¡Mujer de la guadaña, segadora de vidas, por qué no me ves si ya estoy a la altura de la hierba?… le increpaba.
La indagación duró años y me cargó de penurias. Hasta que una joven desconocida y hermosa se obstinó en salvarme.
Rescatado del sumidero y avanzando ya erguido, preñado de ternura y afecto, esa mujer lozana, fresca, se arrimó febrilmente decidida a besarme por primera vez.
Y cuando sus labios húmedos rozaron los míos, rendido a sus pies, noté que su cara era un engaño.
Intenté huir, pero ya era demasiado tarde. Su inadvertido filo sesgó mi vida.
Vivía en el hemisferio norte, en la estación de metro más profunda del mundo, a más de cien metros bajo tierra, donde los túneles eran arterias por las que corrían las noches más oscuras e insondables, repletas de aire viciado. Era desgarbada y confusa, tan poco femenina que muchos la definían como un travestido desatinado. Hasta los niños murmuraban sobre su aspecto repelente, eso sí, por lo bajini y con verdadero disimulo y temor. Vestía siempre con ropajes negros tornasolados, y su gesto agreste y desafiante hacía retroceder a los usuarios con los que se cruzaba.
A la gente le era difícil saber con certeza donde se ocultaba. Entendía que deambulaba por los meandros de acero de las mil vías. Muy pocos eran los que decían haberla reconocido, en alguna ocasión, pegada a las paredes de los túneles al paso de algún convoy mientras escupía sangre púrpura a las ventanillas de los vagones. Se decía que su gargajo estaba maldito y producían gran temor sus reacciones. Hasta la autoridad evitaba cruzarse con ella.
Muchos opinaban que era una manifestación corpórea impura por la displicencia de sus acciones y el fuerte hedor a moho que desprendía. Parecía estar mortificada a errar por el submundo, sollozando el desamparo y suplicando la admisión en el averno. Por eso la creían discípula de leviatán, la mensajera del mal: ‘La Bruta Negra‘.
El primer domingo después de la luna llena tras el equinoccio de primavera, estando el apeadero más profundo repleto de gente agolpada e inquieta en el andén de salida, esperando a que el tren hiciera acto de presencia, un pequeño chaval nervioso perdió la moderación y, en un movimiento negligente, se desplomó sobre la vía. En ese instante se hizo presente el convoy estableciéndose un mutismo de sobrecogimiento. Y cuando faltaba un segundo para arroyar su cuerpecito, apareció La Bruta como un relámpago y, en un acto milagroso de insólita urgencia, rescató al niño de una muerte segura, dejándolo con delicadeza al costado de su incrédula madre.
En ese mismo instante sus ropajes negros tornasolados se volvieron opacos hasta mustiarse y desaparecer; seguidamente, todo su cuerpo se comprimió hasta reducirse a un sólo punto torneado luciendo limpio, brillante, níveo. Fue entonces cuando un gran resplandor creó una huella balsámica y hechicera en el aire que se explayó ágilmente por todos los rincones de la profunda estación, haciendo que una admiración serena de la gente se agrandara en el tiempo.
Después, a medida que las miles de personas presentes inspiraban el rastro mágico sintiendo un placer extraordinario, las que sufrían dolencias físicas o penas del alma, curaban sus males. Y como si batiera unas alas invisibles, aquel punto refulgente que mudó a añil, remontó a golpes de remeras desgarbadas todas las elevaciones hasta salir al exterior y perderse en el cielo, tras el asombro de todos.
Algunos iluminados revelaron que, tras trazar un rombo sorprendente en el aire, se introdujo en un platillo volante de los pequeños ectomitas en dirección a las Pléyades. Para formar parte de una nueva estrella azul en el “Montz” estelar de las siete hermanas, a casi medio millón de años luz. Junto a Gucumatz, el gran corazón del cielo.
Esta sociedad ha recibido un golpe tremendo, con sonido grave y hueco de linga africana. Recordándonos que la pobreza del sur está demasiado cerca, que ya nos palpa. Llevamos demasiados años en crisis económica y seguimos estrangulados por los débitos.
Mi caso es uno más entre miles de trabajadores que nos encontramos en la indigencia por culpa del paro que no cesa y, asimismo, sufrimos los avatares terribles de un divorcio perdedor por un trato desigual para las partes. Y con descendientes: herederos de la nada constreñida.
Aquí nos vemos, emplazados debajo de los voladizos generosos, oscuros y fríos de la gran ciudad, sin el sello de Dios, atormentados por las langostas del Apocalipsis. Condenados a estar inmovilizados en la contemplación disipada de los resguardos de cartón ondulado, mientras agonizamos desaliñados, arrastrando viejas y excesivas obligaciones imposibles.
Por eso estoy indignado con el Ayuntamiento quien, a través de una empresa mixta que regenta el cementerio de la ciudad, me ha hecho saber que dispongo de pocos días para pagar los gastos de los nichos de mis ancestros, amenazándome con la retirada de los cuerpos y consiguiente ingreso en una fosa común.
No me pregunten cómo han conseguido dar conmigo y, aún más grave: ¡cómo coño tienen el valor de exigirme un pago inadmisible, ahora que estoy arrastrando mi incertidumbre y sufrimiento por “favelas” de emergencia, minúsculas y frágiles? Jamás entenderé que estos canallas no tengan piedad de mi desespero y calamitosa vejez de subsistencia.
Lo único que me queda en esta vida son los santos restos de mi madre, a la que visito todos los días y le ofrezco las flores de temporada que me procura el entorno baldío y próximo. Flores espontáneas, humildes pequeñas y delicadas pero genuinas, plagadas de amor de hijo agradecido.
Cada vez que pienso que pueden arrebatarme sus huesos, tiemblo de dolor e ira. Y manan de mi irritada faringe los improperios más duros. ¡De ningún modo voy a consentir que me desposean de lo último que permanece en mi alma!: los restos de un afecto sublime. Por eso he decidido asaltar el campo santo con audacia desesperada y nocturnidad y, antes de que me la tiren a la fosa de los sin nombre, llevármela conmigo, junto a mí para siempre.
Eligiendo una noche cerrada, lluviosa y con viento irascible para evitar encontrarme con guardas sin alma, llevo herramientas viejas y prestadas para despojar su tumba. Mi decisión es firme y aunque se ha instalado el frío en mi viejo cuerpo y ya estoy calado hasta los huesos, me encuentro encima del murallón que marca el perímetro del cementerio, preparado para todo.
Los cipreses se mecen violentamente sacudiéndose el exceso de agua produciendo un particular sonido que, combinado con los de la tormenta, es un todo inexplicable: amasijo de rumores y estridencias de un mundo secreto y profundo. Pero sigo con paso decidido abriéndome camino entre la densidad del aguacero y las tumbas desconocidas, hasta que una racha de viento prieto me arroja contra el nicho de mi querida madre.
La linterna china que porto en la frente es un tanto ociosa pero alcanzo a orientarme. Y comienzo a descalabrar con un escarpe y una maza la lápida negra. Cada vez que golpeo con fuerza bruta, pido a las almas difuntas que chillen al unísono para incrementar la locura de retumbos que recorren el paisaje fúnebre y acuoso de la noche y, de este modo, enmascararme como alma en pena que berrea su sufrimiento.
Tengo suerte, y, en pocos minutos, extraigo el viejo ataúd. Lo abro, miro impresionado a mi mamá esqueleto y empiezo con urgencia a introducir todos sus huesos en el saco prestado, hasta que me quedo suspendido, gimiendo de dolor. Me sacude un trueno bestial dejándome sin aliento; después, siento como me embarga una especial complacencia.
Las rachas de viento huracanado arrojan el agua contra su cuerpo de calcio, con una presión digna de una manguera de bombero dispuesta a aplacar el fuego de la angustia que me calcina. Esto me facilita la tarea. Sólo un fémur se resiste a salir de su viejo hospedaje y lo retuerzo con cariño, una y otra vez, hasta desalojarlo del coxal de la cadera.
Cuando me doy cuenta, ya estoy corriendo con el saco a cuestas hacia la libertad acompañado de mi amada madre. El atolondramiento y mi torpe cuerpo me hacen resbalar varias veces y, en alguna de ellas, voy a parar a resguardos roncos y profundos, donde reinan las cruces excesivas, coincidiendo con relámpagos que me alumbran; son nuevos impulsos para abandonar definitivamente el lugar.
Ya fuera del cementerio, de una forma casi inmediata amainan todos los vientos, lluvias y estrépitos, quedando solo los ecos que se desvanecen gradualmente. Entre ese murmullo decreciente creo distinguir aplausos de ultra tumba, encomios de reconocimiento y alegría por el trabajo bien hecho, y sonrío. Pues ya está conmigo.
Esa misma madrugada bajo al barranco más próximo y, sobre una piedra oculta y deprimida, con un sigilo hinchado, me dedico a moler a golpes todos sus huesos hasta fragmentarla en mil trocitos fáciles de acarrear. Con paciencia infinita puedo introducirla en unas bolsas de supermercado y pegarlas a mi cuerpo con toda mi fuerza.
De regreso, al pasar por una escombrera, descubro una mochila rosa de algún escolar; es probable que se deshiciera de ella una niña adolescente. Tiene un tirante roto y lo anudo con fuerza e introduzco a mi madre en ella. Era su color preferido, seguro que estará satisfecha. Cuando paso frente a la puerta del blanco cementerio, mirando hacia las oficinas, sonrío de nuevo y les doy un corte de manga extendiendo el dedo corazón con verdadera disposición.
Ya estamos juntos de nuevo, como cuando era niño y me acariciaba besándome para alegrar mi corazón. Siento que ya soy dos y busco un lugar más apropiado para convivir apaciblemente con ella. Por fin he conseguido cajas de cartón de un gramaje más contundente. Juntos podremos sobrellevar mejor la desdicha que nos trae esta sociedad insensible, impávida, como las noches largas y frías del invierno que nos hielan los cuerpos decrépitos y deslucidos.
Esta noche, desde mi lecho pardo con almohada rosa que me emociona, miro el cielo negro, plagado de destellos minúsculos: desconocido, profundamente inmenso, interminable, ofreciéndonos la belleza de lo recóndito. Y, yo, tratando de razonar lo mágico, o incluso lo místico del azar que nos ha juntado de nuevo. Imposible.
Ahora ya no tengo miedo a la soledad que me mordía el alma, disfruto de un ser lúcido que restriega mi cuerpo en silencio, con los recuerdos dulces y risueños. Es un masaje que produce relámpagos que llegan de súbito iluminando mi mente, trasladándola hacia la conciencia integral. Y crean frente a mí, paisajes extraordinarios, enfocados, nítidos, repletos de aguardos ilusionantes.
Ahora ya no tengo miedo a la soledad que me mordía el alma, porque mi madre y yo la hemos vencido. Y lo que más quiero habitará eternamente conmigo.
Mientras el aire seco es incapaz de remontar, mi cuerpo asciende sin cesar hasta arribar a un grupo de cúmulos grandiosos con prominencias que configuran la imagen representativa del nombre de mi amor, y yo me muevo entre sus continuas deformaciones milagrosas, como un todo. Siento mi liviandad y me dejo llevar por los nimbos níveos. La complacencia es infinita junto a Coliflor, mi sublime deseo, y continúo alucinando repleto de deleite; es el buen tiempo para gozar de las caricias relucientes que siguen a su perdón cíclico.
Sin embargo, cuando me condena por mis acciones poco gustosas -según su parecer- a ocupar un cacho de cielo ennegrecido para incomodarme, no es lo mismo. Ese espacio es un purgatorio severo repleto de nimbostratos, nubes negras muy opacas que amenazan tormentas de nieve que me hacen temblar de frío hasta entumecerme el alma.
El error posiblemente estribe en que su desarrollo poético y espiritual se ha sublimizado en exceso, mientras que en mi caso reposan sobre una base más pragmática. Una evolución desigual que hace que mis códigos sean otros, muy lejanos de sus principios. Pero, a pesar de ello, sé que siempre me perdonará, pues es conocedora de que todos carecemos de culpa. Por ello quedo aguardando el nuevo encuentro.
Mas cuando pasado un tiempo no logro su indulto, caigo en la zanja del infierno, en la áspera y dura tierra que me aguarda. Severa realidad. Y en ese instante comienzo a deambular sin sentido entre estrechas dunas conglomeradas, densas, prietas de orgullo ofendido. Ni siquiera me decido a levantar la vista para percibirla entre las nubes. Y me quedo recluido en una insignificante hendidura como palomo sin grano esperando la muerte.
Llegado a este punto, acabo teniendo necesidad de creer en el avance y, por lo tanto, permanezco al aguardo de que reconozca con naturalidad mis errores, mis limitaciones y conductas que la desconciertan; y las acepte disolviendo el arrebato y regenerando las malas huellas. Sólo espero la reprobación definitiva o un signo de devoción sublime. Pero… ¡que consienta mis sombras, por Dios!
Y justo en el segundo que me absuelve una vez más, se estremece mi ser como nunca lo he percibido. Me limpio y engalano con mis prendas inmaculadas y me digo satisfecho: el aire seco es incapaz de ascender y, sin embargo, mi cuerpo remonta sin cesar hasta lograr infiltrarse en un extraordinario cumulonimbo y permanecer suspendido. Es entonces cuando siento estar en una mágica algodonera erguida, cernido por mis gozos hasta alcanzar las inconmensurables glorias.
Coronando los doce mil, allí está ella, con los brazos extendidos. Y los dos relucimos de nuevo.
Malditos coches eléctricos, están por todas partes y, lo peor, es que no los oyes, te vuelven disminuido. Son como búhos de la noche silenciosa a la captura del peatón distraído con sus bagatelas de mensajes telefónicos. ¿Será posible que por mirar al político de la oposición disfrazado de lagarterana, contando un chiste malo, haya acabado en la cama de un hospital con carencias debido a la crisis económica y a la epidemia de gripe invernal de turno? Pues así es.
Bueno, por fin han encontrado una cama donde poner mi cuerpo quebrantado por el atropello, plagado de vías y tubos a la espera de entrar en el quirófano. Estoy en el pasillo haciendo cola y me duele todo, hasta el collarín que me han puesto. Y la certeza de que, antes o después, todos estos viejos que están por todas partes y que no se han puesto la vacuna contra la gripe, acabarán infectándome acrecentando mi delicada situación. Menos mal que aún soy capaz de reflexionar y no se me ha ido la mollera tras el brutal golpe.
Se acerca una enfermera y, después de observar los goteros, parece que me dice algo agradable, pero no soy capaz de deducir lo que escucho. Seguramente deben ser palabras de ánimo, pues ya empuja el camastro con una sonrisa compasiva acelerando en dirección a la sala de operaciones.
Acabado de entrar, y recién colocado sobre el la mesa de operaciones me ciega una luz intensa, la fría de la lámpara central. Nada es igual ya, mi percepción siente que el cuerpo se disipa mientras me desangro. La razón mermada registra el traslado a una nebulosa distante donde comienza a oscilar entre imágenes de esmeraldas que se me avecinan y facinerosos sin rostro disponiéndose a manipular mi cuerpo. Noto, como mi conciencia lentamente remite hasta pasar a otra frecuencia más elevada.
Tengo frente a mí una luminaria diferente, esta vez es lejana, diría que prodigiosa, de origen desconocido que proyecta su inmaculada intensidad a través de un túnel de apariencia recia y, al unísono, delicada, suave, casi etérea. Y yo estoy dentro apaciblemente conforme, sin expectativa alguna, con el único interés en deambular mi vista por el corredor. Hasta que unos seres traslúcidos de rostros familiares me indican amablemente y con delicadeza el camino inexorable de la muerte. Y quedo sorprendido ante tal afirmación.
¿Pero qué coño me están diciendo… ¿que me estoy muriendo? Si es así, me niego rotundamente y doy marcha atrás de inmediato, no estoy por la labor de facilitar a nadie el viaje de marras. Faltaría más que ahora que había rehecho mi vida con un trabajo digno y un amor ardiente que ni soñado, por culpa de un santiamén inadvertido me vea en esta tesitura; ni hablar. Me niego. Les digo, sin aliento.
Mas estos seres limpios, trasparentes y conocidos, insisten amables en persuadirme que no hay vuelta atrás, que mi plaza es firme y me enaltecen lo suficiente para que mis pies dejen de pertenecerme. Ahora estoy flotando sobre la manifestación lumínica sorprendente de aquel túnel de presagio nefasto. Cuando me quiero dar cuenta, la luz ha ingresado en todo mi cuerpo integrándose de tal manera que yo, ya formo parte de ese fantástico fanal de paz que atrae a los muertos.
Es ahora cuando me vienen los recuerdos y esperanzas de toda mi existencia material y me rebelo de nuevo. La vida es una aventura preciosa y no consiento que nadie me imponga un tránsito irremediable. No deseo arribar a ningún plano de luz. Pero una y otra vez recibo mensajes claros de que debo rectificar, darme cuenta que he fallecido, que no hay vuelta atrás, que ya he desencarnado, y aceptarlo con naturalidad y alegría. ¿Pero cómo coño puedo estar alegre alejándome de mi apasionado amor, del mejor cuerpo que jamás he tenido en mis brazos? ¡Están locos!
E insisten mis almas afines: “No eres una criatura humana en una aventura espiritual, sino una criatura espiritual en una aventura humana”* que ha finalizado. Me hablan una y otra vez de que en este tránsito debo retomar conciencia de mi estado, prescindir de cualquier noción identitaria y, de esta manera, volver a ser lo que siempre fui: un ángel del Universo Infinito, Y si no lo acepto, habré de seguir en el tránsito evolucionando en consciencia hasta tener lugar la aceptación. Mas sigo manteniendo la percepción del yo mismo con firmeza rancia. Y quiero volver a la “impermanencia” con ella, mi fogosidad.
Esta gente tan amable y persistente hasta el agobio no entiende que yo no creo en nada de todo esto que me hablan. ¡Que soy ateo, coño! Y todo me parece un cuento trasnochado de hadas para niñatas, negándome a desistir empuñando mis razones terrenales que son las únicas válidas. Pero son incansables. Harto de la presión suelto un ¡basta ya! resuelto pero… nada, siguen dale que te pego.
Hasta que el grupo “álmico” me hace saber que ya no dispongo ni de testosterona ni de tiempo, y que si sigo tan tozudo, lo único que podría conseguir es una reencarnación obligada y nefasta, de esas que dejan huella más allá de la vida. Claro, volver a reencarnarme en otra persona para seguir viviendo experiencias enriquecedoras y evolucionar más, crecer hasta alcanzar el verdadero y completo conocimiento del alma, como dicen, sí, por seguirles la corriente; pero si en ningún caso puedo volver a estar como antes, con mi amor… no me interesa. Y me niego una vez más.
Mientras maldigo mi suerte declarándome en contra de todo mi infortunio, siento algo nuevo, especial, de posible contrasentido herciano. Algo manifestado. Y de inmediato, me veo como un embrión dentro de un útero. Y detracto esa nueva reencarnación, pues me aleja definitivamente de mi febril amor. Ahora, decepcionado, no tengo más remedio que aceptar la realidad, hacerla mía con gran pesar.
Tardo poco tiempo en descubrir que estoy creciendo dentro del útero de una madre muy especial: mi apasionado amor. Su voz es inconfundible y empiezo a valorar en cierta medida la oportunidad que se me da. Por lo menos, puedo sentir de nuevo su piel y gozar de su mirada. Acercarme a ella como su próximo hijo, con la esperanza de poder sentir sus abrazos y besos mientras me entrega sus pechos repletos de leche.
Y cuando más animoso estoy, quiere la fatalidad, o vea usted a saber, yo tengo mis dudas, que el embarazo concluya en un parto espinoso y desalmado con las consiguientes pérdidas de nuestras vidas terrenales: la mía recién iniciada y la de mi amor pasional (en ese instante, mi madre). Con lo que acabamos los dos en la entrada del túnel frente a la luz distante. Yo, en sus brazos acercándonos a nuestro nuevo destino y dispuestos, esta vez sí, a fusionarnos con ella con todas las consecuencias. El regreso a nuestra verdadera morada, en el plano de luz. Para existir eternamente en el amor divino del vacío que llena el todo vibracional.
Que se le va a hacer. Nunca he tenido suerte del todo. Quizá en otra reencarnación me salga todo mejor, aunque en mí suena a contrasentido. En fin, habrá que estar a la que cae, nunca se sabe.